No. Es claro que el presidente Duque agencia un proyecto: el proyecto de derechas de Álvaro Uribe y su partido, el Centro Democrático, que lo llevó al poder. Que su Gobierno aparezca errático, contradictorio, obedece a la confusión que el propio mandatario ha creado. Por querer proyectar una imagen de bonhomía, contraria a la del protomacho desafiante de su mentor, Duque barniza con suave palabrería la contundencia de los hechos. Por más cabecitas y vallenatos que interprete, ahí están su reforma tributaria, monumento a la inequidad; el naufragio de los proyectos anticorrupción; atropellos de su partido contra la justicia transicional, contra la ley de restitución de tierras y las curules para las víctimas; la agonía por abandono de las leyes de catastro y reforma rural. Está la inaudita defensa presidencial del negocio del agua de su ministro Carrasquilla y la del fiscal que enmudeció ante posibles coimas en el caso Odebrecht. Y la mar de colombianos que protestan en las calles. Si todo ello abreva en el modelo de la economía para el gran capital, en política no podía faltar el recurso a los consejos comunales, fuente fecunda de poder entresacado de la premodernidad. El uribismo en marcha. A cien días de Gobierno, la imagen del Presidente no podía sino desplomarse al 27,2%.

Es que la gente toma nota. Pese a su alharaca contra la mermelada y la vieja política, ha activado el buenazo de Duque dos fuentes suculentas de mermelada: la reforma tributaria, y los auxilios parlamentarios. Cupos para los congresistas, esta vez por la quinta parte del presupuesto nacional de inversión: 220 billones. Una cosa es la legítima gestión de necesidades regionales que los parlamentarios representan y, muy otra, la privatización de los recursos públicos en manos de la clase política, por demás venal.
De otro lado, gruesa tajada de los 14 billones que el Gobierno dice necesitar vía impuestos lubricará clientelas, aparato electoral propio en cada municipio donde presida Duque un consejo comunal. Entre otras, por esta razón se habría disparado el plan de gastos del Gobierno, sin el necesario respaldo financiero. Denuesta el presidente el Estado derrochón, pero su presupuesto redistribuye las partidas reservándose la más apetitosa para sus untaditas de pueblo cada semana.

Herencia del caudillismo atávico que en Colombia Uribe reeditó, estos consejos son escenario dispuesto para el protagonismo del presidente convertido en tramitador de mil ruegos de parroquia, por encima del plan de desarrollo local. Su público, auditorios expectantes integrados por personas seleccionadas y aleccionadas de antemano. Con Uribe, la comedia culminaba en la entrega de chequecitos que parecían sacados del bolsillo del Benefactor, pero respondían, rigurosamente, a partidas presupuestales ya definidas y negociadas con la clase política. Con Duque, serán partidas sacadas de la mermelada que su Gobierno destine a consejos comunales, mientras los parlamentarios miran para otro lado: el de su propia mermelada. Todo queda en familia.

En provincia hace Duque microgerencia y demagogia; en Bogotá el ministro de Hacienda –el mismo de Uribe– hace lo suyo: exprimir a los más necesitados en favor de potentados que recibirán exenciones billonarias para que generen 50 empleos, y financiar el clientelismo presidencial. No será con esta reforma tributaria ni desdeñando al movimiento estudiantil como podrá Duque alcanzar su inverosímil meta de equidad. Aun si lo quisiera, tampoco podría. Baste con leer el texto de Uribe sobre los cien días del presidente en El Espectador: respira tono de rendición de cuentas y proyecciones de Gobierno exclusivas de un mandatario en ejercicio. El proyecto de Duque es el de Uribe. Y no apenas por afinidad ideológica, sino por suplantación del Presidente.

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