Claro que la educación ha de revertir en el desarrollo económico del país. Mas no debería ser esta la meta única sino un derivado de su propósito supremo: la formación integral de la persona para que se sienta satisfecha de sí misma, potencie su libertad, sea capaz de criticar la vida, entienda el mundo y lo transforme. Contra ello conspira, por desgracia, la esterilidad de nuestra educación, desde la cuna hasta la universidad. Y la maniática disociación entre ciencias y humanidades, que repudia el diálogo entre arte, matemática, historia, física, literatura, ingeniería. De donde no puede resultar sino un pensamiento constreñido a especialidades cada vez más encerradas en sí mismas. Un pensamiento recortado y sin contexto.

Aboga el columnista Rafael Orduz por una educación para el trabajo, de la mano con la demanda laboral de las empresas y atendiendo al valor de buenos técnicos y tecnólogos en una economía. Encomiable su cruzada, pues responde a necesidades del país. Por falta de especialistas en software, esta industria en Colombia se aboca a una crisis. Se informó también que nuestra industria de la confección no da con la tercera parte de sus operarios. Nada más indicado que adiestrar estos contingentes sin demora. Pero mejor aún si, cambiando el sistema de educación técnica, se prepara a la fuerza laboral para un oficio mientras se aviva en ella, digamos con el arte, su creatividad dormida. Primer beneficiario, un hombre más feliz. Segundo beneficiario, la propia empresa, que podrá recibir ideas innovadoras de fuente inesperada. Habría que vencer, de paso, la repelencia aristocratizante de los “humanistas” hacia toda aplicación de la ciencia.

Tras esa antipatía reverbera, por contera, un odioso prurito de clase: ciencia dura, arte, cultura para la élite; y técnica para los productores. De una sociedad democrática se espera el mismo estímulo a la sensibilidad científica y humanística, para todos. Que allí se gesta la imaginación creadora. Lo mismo para componer una pieza musical que para inventarle a una máquina el adminículo feliz que dispara su rendimiento. Y, por qué no, que ambas creaciones vengan de la misma mano. Como Leonardo y tantos en el Renacimiento, que fueron a un tiempo artista y científico. Se sabía entonces que la identidad humana es compleja y no se agota en un oficio.

Si el desarrollo científico y tecnológico ha de ser humano, será imperativo cerrar la brecha entre disciplinas y entre las clases que las asumen. Comenzando por admitir que razonar en filosofía exige el mismo rigor que en física nuclear. La misma inventiva, en el compositor que en el inventor de una máquina industrial. Peter Medawar, premio Nobel de Medicina 1960, afirmó que todos los avances científicos comienzan con una aventura especulativa, con una preconcepción imaginativa de lo que la verdad pueda ser, pues la ciencia es esa forma de poesía en la que la razón y la imaginación actúan sinérgicamente. Se ha dicho que la ciencia necesita de la intuición y del poder metafórico de las artes; y estas necesitan la sangre nueva de la ciencia.

Reveladores los hallazgos de una encuesta realizada por la Secretaría de Educación y el PNUD sobre calidad de la educación en Bogotá: 37,2% de los estudiantes querrían más tiempo para la cultura, el arte y la música. Más actividades humanas que desarrollen su conciencia crítica y su capacidad para entender el mundo. Al 79% no le interesa en absoluto lo que le enseñan en el aula. Antes que sabios, prefieren ser felices. Téngala el Gobierno en cuenta.  Cualquier reforma seria de la educación principia por disolver la falsa disyuntiva entre “humanistas” y “científicos”, en la fórmula perfecta de Álvaro Thomas: saber y saber hacer.

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