Con el arresto de Santiago Uribe, la hipocresía del uribismo alcanza su clímax. Simulando dignidad, se subleva su bancada sin atisbo de pudor por la causa más innoble: la justificación a priori, por encima de la justicia, de un hombre sindicado de homicidio, concierto para delinquir y creación del grupo paramilitar Los Doce Apóstoles, al que se le atribuyen 300 asesinatos en el Yarumal de los años 90. Tras dos décadas se reanuda un proceso que, según la Fiscalía, se vio obstruido por el asesinato, la intimidación y el soborno de los principales testigos. Bochornoso expediente que difícilmente convierte  al acusado en preso político. Como lo quisiera el senador Uribe, a quien todo le sirve en su invariable estrategia de matar dos pájaros de un tiro. Primero, contra los tribunales que juzgan a su gente. Luego, contra la paz, fingiendo que se lo persigue por oponerse a la entrega de la patria al castro-obamismo en La Habana. La verdad es que la paz representa peligro inminente para su proyecto político, la guerra. Guerra que es catarsis de sus odios; desangelado perfil de su liderazgo, cuando el país y el mundo claman por parar la sangría; y escudo de una contrarreforma agraria sangrienta ejecutada por la ultraderecha con auxilio del narcoparamilitarismo. En suma, el rencor y el delirio de poder de un individuo elevados a razón de Estado, mientras el crimen arrolla en sus narices.

La historia del padre Gonzalo Palacio, supuesto miembro de Los Doce Apóstoles, ilustra la impiedad que el grupo paramilitar desplegó. Y sobrecoge. No apenas por los alcances de su crueldad, sino por provenir de ensotanado emisario de Dios que en el secreto del confesionario auscultaba vida y milagros de cuantos le parecían escoria de la sociedad y de la política. Desdichados que, conforme el cura confesaba, iban apareciendo muertos a manos de pistoleros, policías o soldados. El relato original es del periodista Gonzalo Guillén, en el portal Hispanopost, marzo 7. Escribe nuestro autor que el pavor se apoderó de Yarumal cuando policías empezaron a amarrar cadáveres en el parachoques de su radiopatrulla para exhibirlos en lentos recorridos por el pueblo. Corría el año de 1990.

“Los paisanos [descubrieron] que un grupo de hacendados y comerciantes del pueblo, asociados con la Policía Nacional y el Ejército, estaba cometiendo asesinatos selectivos, llamados ‘limpieza social’”, apunta Guillén. Vino a saberse que a la cabeza de la organización criminal operaban once personas. El cura completó la docena, y entonces pudieron llamarse los Doce Apóstoles, “raíz y cimiento de lo que años después sería el gran ejército de los carteles del narcotráfico que, con más de 20 mil sicarios distribuidos en bloques paramilitares regionales, se conoció como Autodefensas Unidas de Colombia, AUC”.

Por un campesino, sabría el cronista que el cura tenía dos biblias: una, la de la misa; otra, la que llevaba camuflado entre sus folios un revólver Smith y Wesson. El mismo cura habría revelado 20 años después, como párroco en Medellín, que el arma se la había regalado el general Pardo Ariza, protector de Pablo Escobar en su fuga de La Catedral. Biblia envenenada que deberá abrirse a la Verdad, preámbulo insoslayable de la reconciliación y el perdón.

Con tanta vileza (de dominio público), y mientras no se establezca la inocencia de Santiago Uribe, entre otros del círculo uribista, mal hará el CD en desfilar contra la corrupción. Corre el riesgo de que muchos de los suyos, gente de honor, no avalen la impostura. Debería más bien debutar como alternativa de gobierno, con un sólido programa de oposición; no como saboteador impenitente de la paz que todos quieren, por satisfacer la vanidad de un seudocaudillo anacrónico.

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