Si en su búsqueda de la paz llegara Santos a una mesa de negociación, tal vez no peligrara ésta por el temor reverencial hacia Uribe que respiran otras políticas del Gobierno; fracasaría si el trato fuera puramente militar y no político. Así se han malogrado todos los intentos de paz en treinta años. Caguanes acá y allá, más exhibicionismo de comandantes guerrilleros forrados en armas y camuflado que muñequeo de fuerzas políticas. Con una excepción memorable: la negociación del M19. Este proceso fructificó porque fue político, comprometió a políticos y subordinó los fusiles a un pacto de cambio que se tradujo en la Constitución del 91. Imperfecta, si, pero logró rupturas. Mas el sello distintivo de este proceso no fue apenas la preeminencia de lo político sobre lo militar sino la inversión del modelo de negociación: hubo primero desmovilización y, luego, lucha por el cambio en franca lid. Contraria es la lógica de las Farc, que se dicen dispuestas a abandonar las armas, pero una vez conjuradas las causas de su rebelión. Pretenden, pues, que se les conceda la revolución en la mesa de negociación. Así, se envanecen en un altisonante ‘rigor’ de principios y perpetúan una guerra sin fin. Son la contracara funcional de la seguridad democrática. Coraje ha faltado para sacudirse la jaculatoria castrista de ‘vencer o morir’, tapón a todo amago de reconciliación.

Para Vera Grabe, entonces comandante del M19 y parte en su negociación de paz, este proceso cambió el paradigma de la revolución y de los procesos de paz. En un país donde dejar las armas se asocia a rendición, donde ejército y guerrillas asimilan paz a victoria, era herejía; pero conforme la guerra se degrada, cobra la renuncia a las armas toda su justeza y valor. “Es cuestión de ética, escribe, de saber leer cada momento histórico” y de estar dispuestos a “repensarse en lógicas no violentas” (En: “De la insurgencia a la democracia”, Cinep y Centro Berghof). Con todo, hoy se insinúa un viraje en esa dirección. Con Sergio Jaramillo, protagonista oficial de contactos con la insurgencia, que viene de ser viceministro de Defensa y funge como promotor de paz,  el presidente Santos no disocia ya la guerra de la paz. Rubrica así la dimensión política del conflicto armado cuya existencia reconoció hace un año, para escándalo de la mano negra. Tampoco el nuevo jefe de las Farc parece suscribir a pie juntillas la religión de la violencia. En carta al historiador Medófilo Medina dijo Timochenko que esa guerrilla nunca se propuso derrotar al ejército en guerra de posiciones para tomarse el poder. El insurgente entiende que la guerra es asunto político-militar. Más aún, abundan versiones de que, en el esfuerzo por recomponer una organización comunista, agentes no armados, legales, de esta izquierda podrían compartir vocería con comandantes guerrilleros en eventuales diálogos de paz. Versión en ciernes de esta iniciativa política sería la Marcha Patriótica cuyo vocero, Carlos Lozano, la reivindica como fuerza legal no contaminada de guerrilla.

 En el M19 la bandera de la democracia y de la paz cuestionó la herencia militarista de la izquierda radical, sintonizó a ese grupo con el país y exorcizó horrores como el asesinato del líder obrero José Raquel Mercado y la toma del Palacio de Justicia. En manos de las Farc, ayudaría a exorcizar sus crímenes y les daría a comunistas y socialdemócratas la plenitud del ejercicio político. Colombia respiraría. A condición, claro, de que el Presidente no recule. Y que sepa preservar el apoyo de los militares. Nunca como hoy cobró tanta vigencia la máxima de Vera Grabe: la fuerza no está en las armas sino en la capacidad para dejarlas.

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