Tras una larga noche de polarización por la guerra, empieza a abrirse el abanico de la política. El conflicto armado había confinado la contienda civil a dos extremos, con crecimiento exponencial de la derecha alrededor de Uribe y concentración de la izquierda en el Polo. Con la tonificación del conservatismo, la reorganización del uribismo encomendada a Luis Carlos Restrepo, el despliegue de movimientos independientes como los de Fajardo y Mockus; pero, sobre todo, con el despertar del liberalismo y el abierto pronunciamiento de una izquierda democrática en el Polo, reaparece el espacio del centro y se recompone el escenario de la política con realineamientos de toda laya que anuncian el resurgir del pluralismo.
Tres factores parecen jugar en ello. Primero, el desgaste de la seguridad y su degradación en crímenes de Estado y en el envilecimiento de entidades como el DAS, brazo derecho de esta estrategia, hoy convertido en feudo de la mafia y el delito. Segundo, la desazón que en la sociedad despierta el parecido de Uribe con el abominable Chávez, tan empeñosos ambos en atornillarse en el poder, perseguir a la oposición y reírse de la democracia. Por raro que parezca, algo queda del viejo sentimiento de que Colombia es tierra árida para la aventura autoritaria. Y ese sentimiento, tímido aún, menoscaba la imagen del protomacho que todo lo puede y que tantos votos da. Tercero, la abulia del gobierno para torear la crisis económica. Por ineptitud, o por convicción en el modelo que lo inspira, el Presidente sigue convocando la “confianza inversionista” para capitales foráneos que andan en desbandada buscando mejor postor. O sale con la solución peregrina de activar crédito menos leonino para facilitar la compra de carros y electrodomésticos. Gabela de más a banqueros e importadores, tan parcos en crear empleo.
Tanta incuria para amortiguar el golpe de la recesión sobre las mayorías, tanto desgano para reformular una estrategia de seguridad que se ahorre los falsos positivos sugiere que la autocomplacencia del Presidente en su manera de gobernar le impide responder a desafíos nuevos y perentorios. A prioridades que no parece reconocer, acaso confiado en que la sola bandera antifarc le dará al menos para tres presidencias consecutivas. Que estos factores pueden incidir en la reorientación de la política colombiana se infiere del último sondeo de Gallup: más del 70% de la gente resiente el problema del desempleo y, a la hora de la verdad, sólo el 45.3% votaría por Uribe en un referendo reeleccionista. Porción que corresponde al 80% del 57.6% que concurriría al referendo. Así la simpatía hacia Uribe alcance el 69%, otra cosa es la intención de voto.
En este panorama, la crisis del Polo puede desempeñar un papel crucial. Lejos de configurar una hecatombe, la limpia protocolización de dos izquierdas históricamente irreconciliables, despeja el horizonte, rompe la ambigüedad paralizante y ofrece alternativas definidas, tanto a los militantes del Polo como a su vasto potencial de opinión. Unos, hallarán cobijo en la ortodoxia que protege de toda interferencia externa y quisiera reducir a Carlos Gaviria, hombre superior, a la condición de oficiante de rituales vencidos por el tiempo. En la otra orilla, un socialismo democrático que reivindica a la vez libertades y principio de igualdad, dispuesto a jugársela en el pluralismo y a gobernar. Queda por ver si logra medrar en el “centro”, pantano que todo lo revuelve, sin sacrificar su identidad política.