Que la ultraderecha de este país justifique tanto cadáver, mal menor si de la patria se trata, sugiere preguntas que pueden ofender su prestada dignidad: ¿se está guisando en Colombia un autoritarismo, estadio débil de la dictadura, o habrá quien apunte aun a su extremo de régimen de fuerza declarado? ¿Qué dice la desafiante naturalidad que la Seguridad Democrática adopta frente al bombardeo de niños-“máquina de guerra”; frente al asesinato a bala de trece manifestantes por la policía en Bogotá; frente al exterminio de líderes sociales, frente a los 6.402 falsos positivos que ninguna dictadura registra en su haber? ¿Se sumará Colombia a la nueva ola reformista que en América Latina suplanta al modelo de Cuba y Venezuela, o caerá en satrapías como las de Ortega y Bolsonaro? Versión a la mano del dictador renacido que bañó en sangre al subcontinente. Dómine coronado de bayonetas, concentra en su persona y su camarilla el poder absoluto, para mandar sin control, sin ley, sin límite de tiempo y con puño de hierro sobre un pueblo aborregado en el miedo, despojado de su humanidad.

ADN del dictador es el personalismo político, recuerda Blas Zubiría Mutis, como expresión de una voluntad de dominio en bruto, sin arbitrio distinto del propio, que florece en la debilidad de las instituciones. O en su manipulación, se diría, cuando el golpe quiere ahorrarse el espectáculo de tanques y bombas; como se estila hoy, desde el pedestal de la voluntad general vuelta ficción. No suscriben ya los dictadores la idea desnuda del gendarme necesario que Vallenilla Lanz propuso. Pero todos pertenecen a la estirpe del tirano rodeado de aduladores fermentados en el miedo, acomplejados hasta el ridículo, arribistas hasta el deshonor.

De caudillos y dictadores está empedrada la historia latinoamericana.  Hacendado o valentón en las guerras civiles del siglo XIX o, después, el que responde lo mismo a costumbres y valores de parroquia, premodernos, que a las prácticas más agresivas del liberalismo económico. Trocado en dictador, ocupa el viejo caudillo el vértice de la moderna pirámide clientelista. Conectó él la modernidad política con el mundo rural de provincia, todavía dominado por jerarquías tradicionales y relaciones de dependencia personal que el dictador trueca en mecanismo de manipulación de masas. El más reciente tipo de dictador es el adiestrado en guerra contrainsurgente, que tuerce la ley a su antojo, se rodea de paramilitares y potentados y pasa por patriota modernizador.

Ningún cincel tan afilado como la literatura para penetrar en el carácter moral del dictador. Para entresacar el esqueleto que da estructura al símbolo del tirano en sus muchas variantes y colores. Ya marioneta, ya bufón, ya el esperpento de Valle-Inclán, cuyo Tirano Banderas fue la novela madre de cuantas se escribieron en Hispanoamérica sobre el dictador. No le ahorra puñaladas a su pluma el español, para pintarlo como calavera con antiparras negras y corbatín de clérigo, o como el negro garabato de un lechuzo. Es éste el dictador de pistola y fusta, tirano ilustrado y austero de largas astucias que encubren una crueldad esencial. “Ante aquel temor tenebroso, invisible y en vela –escribe– la plebe cobriza revivía en terror teológico una fatalidad religiosa poblada de espantos”. Y al final, en la hora de la derrota, “para que no te gocen los enemigos de tu padre, sacó del pecho un puñal, tomó a la hija de los cabellos y cerró los ojos… la cosió con quince puñaladas”.

La prolija gama de los regímenes de fuerza y el contexto que los rodea no aconsejan analogías mecánicas. Pero entre una dictadura que asesina a 10.000 haitianos y una democracia que ejecuta 6.402 falsos positivos se crea un lazo de parentesco político difícil de ocultar. Sabrán los colombianos qué nombre dar al régimen que su extrema derecha cultiva.

 

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