Improbable hoy en Colombia un levantamiento popular catapultado por el hambre, como los motines que por esta razón acicatearon en la historia el cambio violento del orden establecido. Vienen a la mente las experiencias mayores: la mar de franceses que al grito de “¡pan!” marcharon sobre La Bastilla; la mar de rusos que en Moscú marcharon a la misma voz dictada por la hambruna, a las puertas de la revolución en 1917. Pero no sabemos si se produzca aquí a la postre un estallido social movido por el hambre que, cabalgando en el desempleo y la pobreza, habría llegado para quedarse. Pobreza ancestral de ingresos, de trabajo, de salud, de educación, exacerbada ahora en la mesa y extendida al 60% de los trabajadores informales e independientes. Muta el trapo rojo, como el virus, de grito de auxilio a símbolo de protesta y tal vez mute a bandera por el cambio en jornadas callejeras que hibernan desde enero con sus cacerolas. Ya la gente midió su fuerza en las calles, escenario inextinguible de la política.

De lo cual no parece percatarse un Gobierno rendido a la frivolidad de la imagen presidencial con la plata de la paz, a la villanía de restaurar el poder simbólico de Jorge 40, a la insolencia de Carrasquilla para llenar las arcas de los bancos en la pandemia, a la indulgencia para con los dueños del balón que trazan la política económica y social del porvenir disfrazada de medidas transitorias.

Como la política laboral, ajena por completo a un ministro “dialogante”, incapaz de iniciativa para ver por los millones de colombianos que quedarán sin trabajo y sin ingresos. Y condesciende con la reforma laboral de Vargas Lleras, que a los trabajadores les costaría $24,8 billones, según el analista Fabio Arias (Las2orillas). Ya los grupos económicos y el sanedrín político trazan la ruta. Les viene la pandemia como una piñata para gobernar a sus anchas: no contentos con disfrutar desproporcionadamente el subsidio al empleo –por comparación con las empresas medianas y pequeñas que enganchan el 80% del trabajo– parecen alistarse para comprar a huevo la empresa reina de Colombia, Ecopetrol. Para devorar lo poco que queda de Estado arañando sus copiosos ahorros, utilidades y depósitos en paraísos fiscales, intocables para aliviar el subsidio al desempleo que no necesitan ellos dramáticamente.

Tacaña la élite económica, tacaño el Gobierno que le sirve. En esta crisis invierte Colombia la sexta parte del monto que a ella destina el Perú. Una vergüenza. Si no les asiste largueza para el asistencialismo de emergencia, menos la tendrán para habérselas con los 7.300.000 nuevos pobres que la Universidad de los Andes calcula. En lugar de los $40 billones (4% del PIB) que costarían todos los subsidios integrados y la transferencia de un salario mínimo durante tres meses a la población trabajadora, como subsidio al empleo destinará el Gobierno $6 billones. Entre tanto, anuncia el viceministro de Hacienda que “se están estudiando instrumentos para la financiación de las grandes compañías con garantías de la nación, en aras de proteger el empleo formal”.

Botones de muestra de la crisis: sin turismo y sin pesca, la comunidad de la Boquilla teme morir de hambre. Sin comida y sin agua, los Wayuu de la Guajira reaccionan con disturbios y bloqueos. La ONIC denuncia que al 80% de sus comunidades no ha llegado ayuda. Pese a que en Medellín y Bogotá despunta la renta básica, en el país se multiplica la protesta. Muchos declaran ya que prefieren morir de coronavirus que de hambre. Y si el pronunciamiento escala por ventura a inconformismo con el gobierno que no la conjura, entonces el hambre habrá devenido subversiva. ¿Se la sindicará como estrategia del castrochavismo?

 

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