Hasta en sus empresas menos heroicas, como esta de boicotear la paz, adopta Álvaro Uribe aires de dios tronante para diluir en ruido las flaquezas propias. Con firmatón rubrica sus delirios –siempre en tono de guerra– simulando indignación por las penas alternativas que se impondrán a las Farc; y exige cárcel para ellas, entre otros, por el delito de narcotráfico. Pero este estatuto de justicia transicional es pálido reflejo, y él lo sabe, de las concesiones y gabelas que pujó por concederles a los narco-paramilitares en su primer Gobierno. Cuando acaso esperaban ellos reciprocidad por los muchos votos que habían aportado a su elección; y porque la Ley de Justicia y Paz, concebida para regular la desmovilización de las AUC (que albergaban a los capos del narcotráfico) alcanzara en Ralito su primer hervor.
Pero, simulando honor ultrajado, pregona el expresidente que el de La Habana es “un pacto de total impunidad”. Inflama así la instintiva aversión de muchos colombianos hacia esta guerrilla arrogante, y la transforma en odio al enemigo supremo, “la far”. Además, se insubordina por anticipado contra un pronunciamiento de las mayorías por la paz. Y, presa de pánico ante el fin del conflicto armado, se fatiga en prefabricar un clima de catástrofe semejante al de 2002, cuando el fiasco del Caguán le despejó el camino hacia la presidencia de la república. Entonces devolvió a los subversivos selva adentro y se tomó la guerra a pecho como estrategia invariable, eterna de su proyecto político. Presumible que porfíe en ella mientras se asienta el ciclo de la violenta transición que el narcotráfico apareja, y cuyos beneficiarios, ricos y pobres, lo consideran su mentor. Voluntario o involuntario, pero mentor.
La Ley de Justicia y Paz terminó por reducir las culpas de los paramilitares a su mínima expresión. En 2003 debutó el Gobierno con la propuesta de conceder amnistía aún a los responsables de delitos atroces, sin pagar un día de cárcel, mientras aceptaran desmovilizarse. Llovieron críticas. Mas una segunda versión de 2005 contemplaba, entre otras prerrogativas, la de darle al paramilitarismo estatus político. Y podía la Ley favorecer a desmovilizados que vinieran del narcotráfico. La aplanadora uribista del Congreso aprobó la norma, aun violentando el procedimiento legal. Pero las Cortes la modularon después. Ahora quien rindiera versión libre por delitos de guerra y de lesa humanidad pagaría entre cinco y ocho años de prisión; y la Corte Suprema negó la posibilidad de elevar el paramilitarismo a delito político. En diez años de vigencia, sobre 32.000 desmovilizados y 900 judicializados, la Ley arroja míseras 22 condenas. Una vergüenza.
La uribista, entusiasta de esta Ley, no era cualquier bancada. Hasta 2009 se contaron 102 parlamentarios investigados por vínculos con paramilitares y 80% de estos parapolíticos pertenecía a la coalición de Gobierno. No es cosa baladí: la parapolítica es el brazo político de los ejércitos del narcotráfico, autores de masacres sin cuento y de asesinatos espeluznantes a motosierra batiente. ¿A qué tanto moralismo impostado del exmandatario que le pidió a esa bancada aprobarle sus proyectos antes de ir a la cárcel?
La inminencia del fin de la guerra con las Farc demuestra que el país no está condenado a la fatalidad de una violencia sin remedio. Que, por saber del sufrimiento extremo, desconfiarán los colombianos de simulaciones y mentiras que bien pueden costar otros 300.000 muertos. Hago votos por una refrendación masiva de los acuerdos de La Habana. Hago votos porque no prospere la resistencia del expresidente Uribe contra la paz que por vez primera en sesenta años asoma la cabeza.