Un desastre. El candidato de Uribe, de los clanes políticos, de los combos y la derecha en gavilla, prolongaría de buen grado este régimen de Duque, que no sólo ignoró las urgencias de siempre, sino que las agravó, y terminó por desbarrancarlo todo. Degradó el Estado a fiesta de compinches en el Gobierno para robustecer la sociedad del privilegio y atropellar los derechos humanos, la Constitución, la Ley, las instituciones de la democracia. A golpes de fuerza, de estulticia y vanidad, no gobernó para los colombianos sino para figuración de los amigos, que ocuparon todas las posiciones de mando y no vieron (¿no vieron?) el saqueo del erario. En el deslumbramiento del poder inesperado y su complacencia en la arbitrariedad, mutó el aprendiz en autócrata.
Burló las disposiciones de los jueces; neutralizó por cooptación los órganos de control; supeditó la Fuerza Pública al capricho de sus mentores; permitió avanzar en el aniquilamiento del liderazgo comunitario; su Esmad cobró la vida de 80 manifestantes en protesta social; recibió un país a punto para la paz y lo devolvió en guerra; reanudó los falsos positivos, una infamia que aturdió al mundo; elevó la pobreza consuetudinaria a azotaina del hambre. Y dio alas de águila a la corrupción: última hazaña, derribó el muro de contención al alud de contratos públicos en campaña, acaso para malversar casi cinco billones de pesos, 70 veces los 70 mil millones que la ex ministra Abudinen permitió robarle al Mintic.
No todo es mérito de Duque, claro. En la crisis de hoy pesan la tradicional confluencia de política, abuso y violencia, y décadas del modelo de mercado que extremó las inequidades. Pero sobre este telón de fondo la acción del Gobierno (y sus omisiones) terminaron por jugar papel estelar. Sacando del sombrero Procuraduría, Fiscalía, Contraloría y Defensoría del Pueblo, destruyó Duque los controles sobre su Gobierno e hipertrofió, aún más, el poder presidencial; así hirió de muerte el equilibrio de poderes propio del Estado de derecho, y soltó riendas a la corrupción y la impunidad. Dígalo, si no, la abusiva suspensión de alcaldes por la procuradora que saltó del gabinete del presidente al órgano que debe vigilarlo. O el burdo favorecimiento a un expresidente sub judice, mentor del primer mandatario, por la Fiscalía que su condiscípulo y amigo preside.
Se insubordina el presidente contra la política de paz del Estado, pensada en función del cambio, y la reduce a famélico proyecto de gobierno. Como lo proclamó ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Contrae la construcción de la paz a un militarismo sin reformas. E incurren sus hombres en crímenes de guerra y de lesa humanidad. Lo mismo bombardean “máquinas de guerra” de 14 años de edad que obran apenas contra el asesinato de líderes sociales y firmantes de paz, 97 sólo en los cuatro primeros meses del año. Entre 2020, 2021 y estos meses, se acumulan 223 masacres (Indepaz).
Duque convierte su Gobierno en vaca lechera de los amigos y sus familias. Revelan Noticias UNO y Cambio que la Universidad Sergio Arboleda, claustro del presidente y del fiscal, ha recibido contratos públicos por $90.000 millones. Su exdecano y exfiscal adhoc, Leonardo Espinosa, denuncia manejos irregulares del rector, Rodrigo Noguera. A quien se señaló también de tráfico de influencias. Si, todo queda en familia, nada pasa.
El agudo periodista Santiago Rivas denuesta la codicia de quienes hoy controlan el país. Vampiros los llama, porque “drenan al país de su sustento vital”. Quien llegue a presidente, agrega, tendrá que recoger los escombros de este Gobierno desastroso. Si Gutiérrez, digo yo, sería para rearmar este legado de oprobio. Tal como lo sugiere la afinidad de su historia y su persona con lo más estentóreo del duque-uribismo aquí esbozado.