Por boca de Andrés Jaramillo habló el sátiro milenario que violenta a la mujer y, encima, le adjudica el crimen a ella, criatura despreciable, inacabada, a media falda apenas. Pero hablaron también tantas mujeres que, habituadas a la humillación, suman su voz a la del bruto que prevalece a coces: por miedo y sin saberlo, pisan la trampa que convierte su diferencia biológica en inferioridad, y terminan por allanarse a la discriminación y a la violencia que de allí emanan. Las hay también –una minoría- que maltratan al hombre y éste, prisionero del ridículo estándar de virilidad que el machismo impone, calla por temor a confesarse frágil. Otras, como la senadora Liliana Rendón, apuntan al poder político desde la desgracia de sus congéneres, en un país donde se asesina a cuatro mujeres por día o se las agrede sexualmente cada media hora. Donde la violación y el abuso son práctica consuetudinaria, armas de guerra y brutal iniciación sexual en alarmante proporción de nuestras niñas. Pues la Rendón defendió a zurriago limpio la paliza que Bolillo Gómez le propinara a una señora. La de la culpa es ella, argumentó, pues de seguro lo provocó. Si mi marido me pega –remató casi feliz- es porque me la gané. Sacará más votos de esclavas.
El machismo femenino –fruto del legado bíblico que deposita en el varón todo el poder- resulta de cooptar la mirada y los usos del macho cabrío contra el sexo opuesto, y se manifiesta de mil maneras: ya porque se acepte la mujer como estereotipo sexual o como sirvienta del marido; ya porque censure a la que despliega su feminidad y disfruta del sexo (una “puta”); ya porque a la vista de la violación mire para otro lado, una manera de justificarla. Y la violación es epidemia. Para Olga Amparo Sánchez, directora de la Casa de la Mujer, la agresión contra las mujeres en Colombia configura una verdadera crisis humanitaria y casi nunca se castiga (la impunidad es del 86%). La ley ampara a las mujeres, explica, mas “en la vida real no sucede lo mismo”.
Se dirá que la incursión masiva de nuestras mujeres en fábricas y aulas desde los años 50 produjo una revolución silenciosa; que la píldora y el divorcio y el matrimonio civil y la ley de paternidad responsable y las leyes de protección femenina de 2008 completaron la gesta. Si. Pero iglesias y atavismos enfermizos la frenan a mitad de camino o la devuelven. Como puja la procuraduría por pulverizar el derecho adquirido al aborto terapéutico. Así que la orgullosa emancipación femenina se ha traducido en doble jornada para la mujer: la del trabajo, mal remunerada; y la del hogar, no remunerada. Porque, además, no cambian, o cambian sólo de empaque los roles de hombres y mujeres en la sociedad y la división del trabajo por sexos de la familia patriarcal. Y así se acepta en general. No logra, pues, la cultura cogerle el paso al cambio social y jurídico. Rezago no desmentido siquiera por el hecho de que la mitad de los universitarios sean mujeres.
La sindicación de Jaramillo contra una joven que pudo ser violada en sus predios no parece ser inocente desliz. Es sabido que desde los albores del negocio se les pedía a las meseras –niñas bien y bellas- vestirse “más ceñidas”. Se popularizó allí el gracejo de usar “body propinero”. En su moral acomodaticia, bien podría Jaramillo suscribir el ideal de esposa de Cochice Rodríguez: una mujer virtuosa, hogareña, que no use minifalda. (¿E indiferente a la violación?). Los cambios jurídicos y sociales sólo podrán respirar a pleno pulmón con una justicia operante y al calor de una revolución cultural, educativa capaz de trocar en vergüenza el feminazismo que anida en amplios sectores de ellos y ellas.