Como luchando contra el tiempo y el olvido, en Colombia parecería reinventarse a cada paso la figura del señor del siglo XIX. Por lo general un hacendado-militar que disponía de la peonada para librar sus guerras, como fuerza de trabajo y cauda electoral, rasgos suyos perviven en “el Patrón” que hoy prevalece como autoridad política: a veces dirigente de partido; otras, capo de mafia o socio de paramilitar y, no pocas, todo ello a la vez. No es gemelo de su antecesor, pero sí pariente en un sistema de poder que el más acendrado conservadurismo preservó, ahogando en sangre las reformas liberales que rompían con el pasado y se extendían por doquier. No hubo aquí ruptura sino solución de continuidad entre el siglo XIX y el XXI. A Rafael Núñez, a Laureano Gómez, a monseñor Builes, a Nacho Vives, a Salvatore Mancuso, a Álvaro Uribe y Viviane Morales les debemos el humillante honor de fungir como el país más conservador del continente.
Pero el paradigma de hacienda decimonónica, paternalista y despótica no se contentó con mangonear a la clientela. Se proyectó como estructura del Estado, y éste fue patrimonio privado de la dirigencia que se hacía con el poder. Poco ha cambiado. También hoy se ganan elecciones para saquear el erario. Ayer, como derecho natural de una casta cargada de privilegios; hoy, como derecho natural de la misma casta que deglute la pulpa de la contratación pública, y de élites emergentes que reclaman su parte. Una y otras sobreenriquecidas, por añadidura, en la economía del narcotráfico. Y todas ellas (la clase gobernante) catapultadas por la misma red de caciques que siglo y medio atrás cultivaba los feudos electorales que persisten como cimiento y nervio del poder político en Colombia. Mañana debate el Congreso una reforma que quisiéramos capaz de cambiar la manera de hacer política. Que a lo menos disuelva el matrimonio entre políticos y contratistas del Estado, factor que ha trocado la corrupción en ADN del sistema.
En busca de nuestra idiosincrasia política, se remonta Fernando Guillén a la hacienda del siglo XIX, edificada sobre la adhesión servil y hereditaria de peones y arrendatarios a un patrón. El cacique que se rindió al encomendero y después al hacendado obró como intermediario que aseguraba la lealtad del grupo. Salvo en Antioquia y Santander, encomienda y hacienda funcionaron consecutivamente como sistema de adhesión autoritaria y sumisión paternalista al patrón. Términos de Guillén que definirían con exactitud el clientelismo que así campeó, hasta cuando el narcotráfico, la crisis de los partidos y su atomización minaron la obediencia en la base de la clientela electoral. Entonces se concedió ésta la autonomía necesaria para empezar a negociar su propio ascenso en política, sus mordidas y contratos con el Estado. Sin alterar la estructura del vetusto modelo de poder ni desafiar el espíritu de casta, se democratiza por los laditos la corrupción. El sistema político. Aunque sólo para quienes profesan las ideas más conservadoras y lealtad al viejo-nuevo patrón.
Turbios atavismos se divulgan ahora por Tweeter. Otra paradoja en un país de leyes con 95% de impunidad; en la democracia admirable de América que ingresa apenas en la extravagancia de respetar la vida del adversario y vive en régimen agrario colonial. Donde la caverna se disputa el poder para instaurar un régimen de fuerza bajo la égida de Dios. Pero es también el país de hombres sin par, como Sergio Jaramillo, estratega del proceso que clausuró una guerra de medio siglo y trazó las líneas del cambio que traerá la paz. Y ese cambio principiará por enterrar herencias que nos encadenan al atraso y la violencia. La primera, esta saga exasperante del Patrón.