Si el Partido Verde está biche, pasmado, al Polo quieren madurarlo biche: declararlo partido, cuando alcanza  a ser apenas coalición de tendencias. Y por no reconocerlo se ve a cada paso en trance de desaparecer, bombardeado por alguna de sus fuerzas que pretende imponerles su propia divisa a las demás, en la ficción de una homogeneidad imposible. Exótico lunar en el concierto continental de la nueva izquierda. El último incidente lo dice todo: Gustavo Petro, brillante candidato de la pasada campaña electoral, se declara vocero de la “Corriente Democrática” del Polo y, a despecho de sus malquerientes, anuncia que permanecerá en él. Al punto, eco de sectas que quisieran hacer prevalecer su izquierdismo puro y duro, Carlos Gaviria insta a Petro a crear un nuevo partido, si tiene incompatibilidades  con el Polo. El dirigente Luis Sandoval sostiene, sin embargo, que éste nació como convergencia de grupos disímiles con derecho a expresarse como tendencias. En el ascenso de una derecha extremista, los unía la búsqueda de la democracia y la igualdad, en una economía de mercado, siempre abiertos a nuevos aliados que compartieran ese derrotero, desde la lucha civil y no la armada. Ni la revolución ni el socialismo estaban en la mira. Pero con aliados tan distintos –exguerrileros del M19, sindicalistas, liberales de izquierda, anapistas fieles al General Rojas Pinilla, estalinistas afectos a Mao y al politburó del socialismo soviético- se imponen reglas de convivencia que garanticen la unidad en lo acordado y respeten la identidad de cada cual. Si no, la cohesión quedará sacrificada en el altar de la anarquía.

En los últimos cuarenta años, la izquierda latinoamericana se ha organizado en partidos-coalición. En Chile, en Brasil, en Uruguay, llegaron al Gobierno. El Frente Amplio (FA) de Uruguay cobijó bajo un acuerdo “progresista y democrático” a socialistas, demócrata-cristianos, obreros, comunistas, trotskistas, exguerrilleros y fracciones de los partidos tradicionales (Blanco y Colorado). Treinta y cuatro años después, en 2005, el FA lleva al poder a Tabaré Vásquez y, en 2009, al extupamaro José Mojica. No hubo allí fusión sino coalición de fuerzas dispares unificadas en torno a un programa común y en el respeto de una férrea disciplina cuando de propender a los objetivos de la alianza se trataba. Pero dueñas de sus propias ideas, de sus estructuras y mecanismos de decisión política.

 Uruguay es, claro, país de tradición civilista, de migración europea hecha a la democracia, a la experiencia sindical, y dueño de un elevado nivel de vida. No prendieron allá las guerras civiles que signaron la historia de Colombia, ni hubo narcotráfico y, si guerrilla existió, ésta fue efímera. No alcanzó ella a autoproclamarse opción única de izquierda para taponar, como taponó aquí, la acción legal por el cambio. Ni el liberalismo uruguayo cooptó las consignas de la izquierda, dejándola en el limbo.

El Polo anda en pañales. Pretende  actuar como partido sin serlo. El peso de la historia y de una izquierda sectaria y arrogante que les hace sombra a sus mejores líderes, puede frustrar una alternativa de oposición unificada, contrapunto a la  Unidad Nacional. A falta de reglas que disciplinen la cohabitación de tendencias, no faltará en el Polo el dirigente que actúe por su propia cuenta. Ni la descalificación a hombres como Petro, cuya bandera agraria el nuevo Gobierno no pudo menos que enarbolar. Dura prueba le espera al Polo para conseguir, desde la crítica y las propuestas, que ella se traduzca en hechos. Otra prueba de fuego, vencer la doble moral de quienes en el Polo alternan su pureza cardenalicia con apoyo al Alcalde que corrompió hasta la médula el Gobierno de Bogotá. Y la prueba final: transitar del espíritu de secta al de coalición moderna.

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