La sindicación se repite, contraevidente, desde hace 50 años: quien ose señalar el peligro mortal de promover el ejercicio simultáneo de todas las formas de lucha será el responsable por las víctimas que ella pueda deparar; no el animador de la táctica que trueca al movimiento legal en escudo de la guerrilla. Aquel será, sin atenuantes, el aliado de la derecha. Al temor de que en la Marcha Patriótica se reproduzca carnicería semejante a la de la UP, o en las filas de las organizaciones populares que las Farc quisieran usar como base social en una negociación de paz, Néstor Miranda responde sin medirse. En carta dirigida este diario (15,8), acusa a “quienes (les indican) al paramilitarismo y a la extrema derecha civil las razones que tienen para un nuevo exterminio: ‘ellos se lo buscaron’”. Y, en hipérbole patética, avizora “otra matanza de miembros del Partido Comunista y de la Marcha Patriótica”, entre otros. Con cargo al crítico, claro, no al que –acaso de buena fe- allanó el camino de la tragedia.

Avaro en argumentos, no toca Miranda los motivos que condujeron a expulsar del Polo al Partido Comunista (PC). Decisión que por primera vez define sin lugar a equívocos la relación de las izquierdas con la lucha armada y su degradación en Colombia. Hace un mes declaró Carlos Gaviria que “si el Polo apoyara la Marcha, no siendo claros sus orígenes y propósitos, cometería el error histórico de arriesgar las vidas de sus integrantes en una posible reedición de lo sucedido en la UP”. A sabiendas de que las Farc buscan ahora, como en tiempos de la UP, consolidar un movimiento político; de que se proponen acompañar la confrontación militar con la social permeando el movimiento popular, la gran pregunta es si la Marcha sería su avanzada para la paz, o bien, mascarón de proa de su guerra. En uno y otro caso, aunque en distinto grado, se vería la organización civil entre dos fuegos. Lo demuestran los hechos.

 En el empeño de combinar formas de lucha, los entonces comandantes de las Farc, Jacobo Arenas y Alfonso Cano, gestaron la UP como brazo político de esa guerrilla. En su célebre trabajo “Las fértiles cenizas de la izquierda” (Iepri, 90), William Ramírez asevera que la UP fue concebida como “el implante legitimador de una combinación de fuerzas legales e ilegales (pero) terminó siendo la vía para que un sector importante de la izquierda empezara a explotar el sentido único de las luchas legales”. Y cuando en 1989 se enrutó la UP decididamente por el sendero legal con una propuesta democrática, ya le habían matado a mil cuadros. Víctimas caídas en la indefensión –dice a la letra Ramírez- como macabra cuota de un movimiento que pese a rechazar la guerra se desangraba en la inevitable ambivalencia de su voluntad de paz, por un lado, y el oneroso fardo de la combinación de formas de lucha legales e ilegales que compartía con el PC, por el otro. Bernardo Jaramillo representó la tendencia legal de quienes querían diferenciarse nítidamente de las Farc y el PC. Le recordó a esa guerrilla que la UP no se prestaba para aventuras militares. A poco, fue asesinado. Entonces casi todos los dirigentes de la UP renunciaron alegando discrepancias de fondo con el PC. No son nuevas, pues, las disensiones.

 La derecha lleva tantos años persiguiendo al movimiento popular, como la guerrilla dándole argumentos para satanizarlo. Y para disparar contra la izquierda desarmada que se vio acorralada entre el fuego cruzado de sus dos verdugos: la mano negra, acá, y la irresponsable sacralización de las “sieteluchas”, allá. Bienvenida la ruptura con quienes acolitan tan fatal ambivalencia y endilgan sin embargo a otros el fruto de su endeblez.

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