Tres hitos luminosos rubrican la larga lucha de las colombianas por su libertad: el sufragio femenino, el divorcio y la legalización del aborto. La Corte Constitucional ha reconocido el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y su destino; su derecho a exigir educación sexual-emocional, garantías y protección del Estado y de la sociedad, en un país donde el aborto clandestino, desesperado, es problema de salud pública que compromete la integridad y la vida de miles de mujeres. Más de 400.000 abortan cada año en las peores condiciones, 97% de ellas entre las más pobres y en su mayoría adolescentes. Cuasiniñas y niñas víctimas de abandono afectivo y funcional, de violencia en la familia y en el entorno social que se resuelve casi siempre en violación o en estupro endulzado por el mito del amor romántico. Que es también violación. Se escandalizan muchos en el país del Sagrado Corazón –donde se mata por costumbre y se come del muerto– porque se extiendan los derechos liberales a la mujer, pero ignoran el escándalo de bulto: en 2020, 4.268 niñas se volvieron madres; y el año pasado la cota de niñas embarazadas subió 19,4%.

En su fallo ordena la Corte, entre otros, crear instrumentos de prevención del embarazo adolescente y desarrollar programas de planificación y educación sexual. Sí, la prevención del embarazo adolescente desborda la instrucción sobre métodos anticonceptivos. Una educación en responsabilidad afectiva y emocional debería empezar por cuestionar el mito del amor romántico, la general inclinación a confundir el llamado de las hormonas con el amor que todo lo puede, y crea el mito de la mujer dignificada en la maternidad. Condición que le daría estatus social y esposo proveedor, a ella, chiquilla sin horizonte embarcada en la primera fantasía que la arranque de la pobreza y el desamor. Se educa a la niña en la fábula del amor romántico, y al niño para usar a la mujer como objeto sexual.

Pero ni esposo, ni proveedor, ni novio que aparezca a la voz de embarazo. Denso es el legado de la historia que exime de responsabilidad a los varones. Sostiene el siquiatra Francisco Cobos que los conglomerados dominantes en la conquista fueron los invasores –hombres– y los conquistados (mujeres en su mayoría). Exterminados o esclavizados los indígenas varones, esposo o padre indígena casi no hubo. En su hipótesis, pesa en los colombianos esta marca de origen: la relación entre mujer indígena y soldado anónimo, remoto. Los niños fueron siempre hijos de sus madres, pues muchas veces padre no hubo o estuvo ausente (física y emocionalmente). En este modelo de familia, niños y niñas replicarían sin saberlo la cultura ancestral de la violación, y el abandono se transmite de generación en generación.

Pero Cobos pone el acento en las secuelas del abandono afectivo del niño y del adolescente, forma de violencia que sería caldo de cultivo para la delincuencia juvenil y el embarazo adolescente. Para neutralizar los factores de riesgo propone reenfocar la educación sexual desde una verdadera educación emocional en la familia, en la escuela, en la comunidad. Una educación que apunte al desarrollo integral de la persona y de su proyecto vital.

Por su parte, el sicólogo César Raúl Ruiz fustiga a la sociedad que se aterroriza con la despenalización del aborto, pero no orienta en el sano ejercicio de la sexualidad. Sociedad hipócrita, dice, no se pregunta por qué en nombre del amor resultan tantos embarazos indeseados. No educa en responsabilidad afectiva, pero sí lapida a la mujer que aborta y no al hombre que la preña y la abandona. 

Es hora de que el patriarcado ensotanado y el tocado  de banda presidencial rindan sus armas ante la marea de mujeres que, en su justa por la libertad,  se apuntó esta victoria colosal.

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