Entre los desafíos que Petro enfrenta para materializar su idea de ciudad incluyente y respetuosa del ambiente, tal vez ninguno tan representativo como el del Parque del Bicentenario que Moreno le heredó. Porque este proyecto pone en peligro la integridad y la calidad del entorno conformado por una trilogía emblemática de Bogotá y de su identidad urbana: el parque de la Independencia, las torres de Salmona y la plaza de Toros. El del Bicentenario abre sus fauces para devorar a tarascadas aquel patrimonio ambiental, histórico y cultural. Ya apuró su primer bocado, burlando la ley, y se engulló de postre 143 árboles centenarios. Un movimiento incontenible de protesta logró que el 2 de marzo ordenaran los jueces suspender las obras, porque se adelantaban sin autorización. Y en septiembre, el propio Alcalde se mostró dispuesto a intervenir la obra, sin afectar el paso de Transmilenio por la 26. Este pronunciamiento contra la ululante devastación de la zona evoca su bandera de campaña contra el modelo del cemento que deshumaniza y envilece el ambiente. Pero suscita controversia su recurso a la concepción de cultura que allí aplica para vencer la segregación social en la ciudad.

Nora Segura, vecina y estudiosa de la amenaza que se cierne sobre este complejo urbano, puntualiza: un dudoso parque del Bicentenario –monumento al cemento que depreda- mutiló este pulmón urbano y lo debilitó como espacio de recreación popular y de circulación peatonal privilegiada para habitantes del sector y transeúntes de toda laya. La gélida armadura del diseño de Transmilenio sobre la 26 y los puentes peatonales que le dan brazos sobre esta avenida y la carrera 5a malograron el paisaje y la relación del parque con su entorno. El arquitecto Rogelio Salmona había diseñado un espacio urbano articulado desde el parque Nacional y el Museo Nacional hasta el Planetario, el Museo de Arte Moderno y la Biblioteca Nacional como territorio de la cultura para los bogotanos, en su mayoría gentes de otros rincones que habitamos la capital. El estudio se desconoció olímpicamente.

Por otra parte, la Alcaldía convierte la Santamaría en escenario para la cultura. Término volátil éste de cultura, apunta Segura, tan proclive al populismo y la demagogia. Recuérdese la extravagancia de alguna ministra de Cultura que contrajo su cartera a la promoción exclusiva del vallenato, pues que todo lo demás le resultaba clasista y extranjerizante. Ahora la cultura podría reducirse a espectáculo  de masas entendido como explosión de ruido e inseguridad contra muchos. En las Torres del Parque resuenan, amplificadas, las estridencias que se emiten desde la plaza de Toros. Violando el límite de decibeles permitido, perturban la paz y la salud de sus habitantes: gentes de la más variada condición económica, social y cultural que nunca aceptaron autosegregarse ni excluir a otros encerrándose entre rejas, según costumbre. La abigarrada diversidad social y cultural de los pobladores de Bogotá dificulta una definición de oferta cultural satisfactoria para todos. Urge el debate.

 En carta a las autoridades, Beatriz González, Doris Salcedo y Santiago Cárdenas –entre otros artistas- claman por preservar el Parque de la Independencia como Bien de Interés Cultural. Mientras en ciudades como Nueva York, dicen, demuelen manzanas enteras para hacer parques, aquí  mutilan los pocos parques para hacer vías. Pruebas de fuego para Petro: enarbolar su bandera ecológica ante esta arremetida del “progreso” contra la naturaleza y el patrimonio histórico; y velar porque la cultura sea factor de integración social, no de segregación. El corazón del paisaje urbano somos todos.

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