Ni desaparecieron los partidos tradicionales y sus maquinarias; ni se desplomó la hegemonía de las élites que gobernaron siempre para sí; ni culminó la era de Uribe, líder indiscutido de la derecha más recalcitrante y violenta que hoy se suma con toda naturalidad al arrebatado personaje en quien reencarna: Rodolfo Hernández. Claro, no pasaron los partidos y las élites por esta prueba sin sacudirse, y es primera vez que se hunde el candidato del establecimiento. Pero fue un naufragio con salvavidas. Con suplente. Concebido de antemano por Uribe que, mañoso y desleal como suele serlo, puso a la vez un ojo en Gutiérrez y el otro en Hernández. Pero, sobre todo, porque las zonas que habían votado contra la paz y luego por Zuluaga y por Duque se volcaron ahora sobre el santandereano. 

En pos de la flauta que más sonó, la identidad ideológica al mando, marchan triunfales Uribe, Pastrana, César Gaviria, los Char y los Géneco y los 45 clanes políticos anclados en alianzas non-sanctas y en la robadera, cierran filas, digo, con el héroe de la gesta anticorrupción, que enfrenta sin embargo juicio por corrupción. Acaso por tácito acuerdo entre las partes, en aras de la discreción y la decencia, les pusieron sordina a las trompetas en esta marcha de la victoria: el triunfo definitivo de Hernández se cifra en mantener la ficción de que “yo les recibo los votos pero no les cambio el discurso”. Diferencias de programa no habrá porque programa de este candidato no hay. Como no sea el de ocasión, para llenar formalidades, que le redactaron a la hora de nona usurpando el muy elaborado de Petro. Un programa abiertamente contrario la los dichos y a los hechos del susodicho. Tampoco se verán diferencias en el lenguaje, que todo lo dice de la política: no media mucho entre “le rompo la cara, marica” y “le pego su tiro, malparido”.

Por interés indebido en la celebración de contratos, delito de corrupción en la administración pública, fue llamado a juicio el ex alcalde de Bucaramanga. La misma proclividad al enriquecimiento sin escrúpulos se infiere de sus propias confesiones: “yo mismo financio los edificitos que hago y cojo las hipotecas, que esa es la vaca de leche. Imagínese, 15 años un hombrecito pagándome intereses. Eso es una delicia”. Se lee en The Economist que en su campaña por la alcaldía prometió 20.000 casas para pobres y no entregó ni una. De sus ataques a los derechos de la mujer, ni hablar: a ellas les reserva la casa, a ellos, la vida pública.

Si la violencia del lenguaje y de la conducta dicen de su natural autoritario, más elocuente resulta la declaración de que para gobernar no necesitará del Congreso. Voy a declarar conmoción interior –anuncia– y reto a la Corte a contrariarla. Ya tiene preparada la medida, que le permitiría gobernar por decreto, a la manera de las dictaduras: podrá restringir libertades y derechos ciudadanos, intervenir la prensa, detener a personas por sospecha de que alterarían el orden público, suspender alcaldes y gobernadores, modificar el presupuesto nacional, cambiar procedimientos de justicia y de Policía. Se comprenderá su apasionada admiración por Hitler. ¡Qué miedo!

Por lo visto, con Hernández el cambio consistiría en abrazar, sotto voce, a los supuestos náufragos del poder. A la abominable franja de políticos fogueada en mil aventuras de corrupción, de abuso de poder y sabotaje a la paz, que medraría bajo el ala de su presidencia, si llegara a conquistarla. Azarosa apuesta para un “outsider” que funge como candidato del abanico entero de la derecha: del Centro democrático, de los partidos Conservador, Liberal, Cambio Radical. Y de los despojos del Centro Esperanza que, perdido todo decoro, se arriman al aquelarre. Pero si Hernández pierde, sí será un desastre para la política tradicional.

Comparte esta información:
Share
Share