Paradoja: nuestra Constitución más democrática en todo un ciclo de historia, la del 91, contribuyó a la decadencia de los canales por antonomasia de expresión ciudadana, los partidos políticos. Su ruidosa ausencia ahora en  movilizaciones a favor y en contra del cambio resulta, entre otros factores, del radicalismo liberal que permeó esa Carta y de algunas de sus disposiciones. A fuer de lucha contra el clientelismo, minaron ellos los cimientos de los partidos y repotenciaron el presidencialismo plebiscitario. Para Pedro Medellín, los eventos de marras acusan anemia política. Sí. Crisis de los partidos (cuya consideración retomamos hoy), cuando iniciativas de la sociedad convocan más que las colectividades políticas de Gobierno y de oposición. Mientras el presidente que encarna el poder unitario del Estado interpela a “su” pueblo contra los adversarios, éstos corean rabia sin norte, golpean a periodistas y condensan en símbolo macabro la brutalidad que Uribe desplegó en este país: la destrucción de la paloma de la paz por caballero y dama marchantes en contingente de gente de bien.

Si los vacíos de legitimidad y de representación en los partidos se gestan en el Frente Nacional, con el auge de la democracia refrendaria hacen crisis. Su efecto protuberante, la atomización. En 2002 hubo 68 partidos y 82 esperaban personería. Más colectividades políticas que curules en el Senado. Para la última elección presidencial, la oferta inicial de candidatos alcanzó decenas.

Los constituyentes del 91 habían elevado el clientelismo a causa suprema de los avatares de la patria y propusieron, para liquidarlo, la democracia participativa. Regresaron al individualismo liberal y a la libertad de mercado anteriores al Estado Social que corrigió en el siglo XX los excesos del capitalismo, abrevadero de revoluciones. Trocando democracia representativa por democracia directa, se deslumbró esta Carta en la idea moralizante de transitar de la tradición a la modernidad, del clientelismo a la ciudadanía. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre buenos y malos: el ciudadano y el cacique clientelista. Ciudadano de democracia anglosajona en país de turbamultas hambreadas, donde el clientelismo, si precario y proclive a la corrupción, cumplía dos funciones medulares: redistribuir bienes y servicios donde el Estado fallaba, y obrar como canal de ascenso social y político para nuevas élites nacidas en la base de la sociedad.

El racionalismo individualista de la nueva Carta cifrado en la rentabilidad del negocio privado, no en la rentabilidad social de políticas de equidad; el pragmatismo que se tradujo en extrema liberalidad de la norma para crear partidos y conceder avales, indujeron la fragmentación de los partidos, pauperizaron su ideología y dieron paso al clientelismo que ahora pesca votos en el mercado electoral. Abundaron predicadores contra los partidos: Álvaro Gómez soñó con su autodestrucción y Rudolf Hommes aplaudió su debilitamiento a instancias de la Carta del 91, pues “tenían exceso de poder”. Desde entonces se transita peligrosamente de un Estado de partidos a una sociedad sin partidos, edén de caudillos.

Mientras el entonces presidente Gaviria proclamaba su democracia participativa, Humberto de la Calle, mentor de la Carta que ampliaba como nunca antes los derechos ciudadanos y entronizaba la tutela, reconocería después que la Constituyente no le había cerrado el paso a la diáspora de listas, aquella enfermedad que descuartizaba los partidos.

La reforma política es vital. Contra el tosco personalismo que campea, la lista cerrada promete cohesionar al partido, si es fruto de debate interno para escoger en democracia programas y candidatos. Y si se ataca la corrupción electoral con financiación pública de las campañas. La lista abierta, se sabe, es menos amiga del everfit que del harapo.

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