En el gran salón de la Alcaldía de Oslo, tocado de claveles, rosas y orquídeas colombianas, hubo honores repartidos: para el líder que clausuraba una guerra de medio siglo; y para las víctimas, pivote de un modelo de paz que es divisa en el mundo. Recibió el Presidente Santos, con ovación de pie, el Premio Nobel de Paz por jugársela con valentía invencible para alcanzarla. Y vítores mereció, entre otros dolientes, Leyder Palacios (dirigente comunitario que perdió a todos los suyos en la masacre de Bojayá), por allanarse al perdón y a la reconciliación con sus victimarios. Mentís a una derecha desangelada y cerril que sigue soñando con la guerra; que se opuso a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras y, vencida en el Capitolio, ejerce sin pausa todas las formas de lucha contra ella.
No se llegó al fin del conflicto con las Farc por un camino de rosas. Mil obstáculos, insidias y reveses han debido sortearse. El último, la derrota en plebiscito que negó el acuerdo con esa guerrilla, la inmediata convocatoria del Jefe de Estado a los inconformes para configurar uno nuevo y suscribir un pacto nacional de paz. Reveló Berit Reiss-Andersen, vicepresidenta del Comité del Nobel, que, vista la paz al borde del naufragio aquel 2 de octubre, decidió el organismo no aplazar la entrega del premio al hombre que había sido motor de un proceso histórico que demandaba entonces apoyo cerrado de la comunidad internacional. La desmovilización de las Farc es ahora irreversible y, auspicioso, el camino de la paz.
Ha sido la nuestra una guerra de costos humanos incalculables: con masacres por miles, secuestros por decenas de miles, asesinatos de civiles por cientos de miles y crueldades que desafían la imaginación más desbocada. Entre la multitud de relatos que el Grupo de Memoria Histórica recoge y dan fundamento a la inescapable verdad, sobrecoge en particular el de Bojayá. El 2 de mayo de 2012, una batalla de varios días entre paramilitares y guerrilleros de las Farc, obligó a los pobladores a refugiarse en la iglesia. Un cilindro bomba disparado por la guerrilla cayó sobre el techo de la edificación, impactó el altar y estalló en el corazón de la muchedumbre apiñada. Sólo hasta el día siguiente le permitieron las Farc a un puñado de vecinos ingresar a ese infierno para rescatar a los heridos que quedaban. 79 muertos, 32 de ellos familiares de Leyder Palacios. Epílogo repetido hasta la saciedad en esta guerra: 5.771 pobladores del municipio huyeron despavoridos hacia Quibdó. Los desplazados suman 7 millones. Hace un año fueron las Farc a Bojayá, pidieron perdón y el pueblo se los concedió. Todavía no han pedido perdón los paramilitares, que ejecutaron la mayoría de masacres. Ni los políticos y ganaderos que fueron sus aliados.
Para negociar el fin de tanto horror, se ideó Colombia un modelo que la Universidad de Notre Dame reputa ideal, y el propio galardonado lo resumió así: fijar una agenda de negociación realista, concreta y sobre asuntos exclusivos del conflicto. Negociar en confidencialidad. A veces, combatir y dialogar a un tiempo. Ganar el apoyo de los países vecinos. Tomar decisiones difíciles, a menudo impopulares. Convenir un modelo de justicia transicional que ofrezca el máximo de justicia sin sacrificar la paz. Y poner a las víctimas en el centro mismo del proceso.
Es mucho más difícil hacer la paz que hacer la guerra, dijo. La gran paradoja es que “mientras muchos que no han sufrido en carne propia el conflicto se resisten a la paz, son las víctimas las más dispuestas a perdonar…” Es hora de desoír el llamado machista a seguir en pie de guerra, y situarse más bien en pie de paz. Como lo demandan el humanismo y la democracia.