Ni los guerrilleros fueron presa inocente de una oligarquía agraria rapaz y violenta, ni ésta, mártir del terrorismo. Abundan en ambos frentes los que fueron a la par víctima y victimario. Verdad insoslayable que ya esclarecerán los historiadores encargados por la mesa de diálogo para estudiar orígenes, factores y responsables de la guerra. Su diagnóstico arrojará ricos insumos para modular parámetros de justicia transicional aplicables tanto a jefes guerrilleros como a sus recíprocos de la contraparte, en el entendido de que fue el pueblo inerme el que puso la mayoría de muertos. Las víctimas del conflicto en treinta años son 6,8 millones. Último botón de muestra, las madres de 43 inocentes torturados y asesinados por paramilitares al mando de Castaño hace veinticinco años en Pueblo Bello, Antioquia.

Una entre miles de masacres perpetradas por ejércitos del narcotráfico, en cuya virtud una riada de criminales se hizo con el poder político en regiones apartadas del país. Como lo prueba el libro de Gustavo Duncan, Más que plata o plomo, el poder político del narcotráfico, la nueva clase de malhechores concertada con políticos prevaleció allí por la violencia, regando dinero de la droga y creando instituciones de poder que la elevaron al gobierno. El libro permite auscultar nuevas entretelas de nuestra historia reciente, en el narcotráfico, palanca del conflicto armado.

Según nuestro autor, apuntalado en el crimen y en respuesta a las necesidades de los excluidos, el narcotráfico rescató de la pobreza a amplios sectores de la sociedad y los integró a mercados globales. Se impuso allí donde faltaba o flaqueaba el Estado: cobró impuestos, administró justicia, llenó los vacíos de seguridad y protección, y suministró ingresos a la pobrecía. Pero también la sometió a su dominio por las armas, en lo que no ahorró despojo violento de la tierra. Se sacudió el orden social: las jerarquías sociales fueron otras, otras la división del trabajo y la distribución de la riqueza. Y surgieron nuevas instituciones de regulación social. Mafias y señores de la guerra fueron ahora la autoridad.

Las élites tradicionales se les unieron y aportaron a la alianza su mediación ante el Estado y ante las élites del centro, para proteger el negocio de la droga y sus ejércitos; en contraprestación, el narcotráfico financió al notablato local. Así, el dominio de los paramilitares se extiende a la clase política, gran beneficiaria del poder cifrado en el narcotráfico. Un nuevo orden emerge, donde criminales, políticos, agentes venales del Estado y empresarios que lavan capitales se instalan en la cresta de la jerarquía social.

Pero el ascenso político del narcotráfico se ata también a la amenaza de las guerrillas marxistas que controlaban la producción de coca y se dieron al secuestro de narcos, sus antiguos aliados. Hubo guerra. La ganaron los narcos que, además, se apropiaron las rentas de la descentralización ampliada en 1991. Si bien en comunidades aisladas predomina la coerción de la guerrilla y los señores de la guerra, a partir de 2002 el Estado repliega a las Farc de nuevo a zonas de colonización, y las autodefensas deben negociar su desmovilización.

Este nuevo orden en la periferia se yuxtapuso al existente: un autoritarismo sanguinario, sobre una república rural que ostenta la mayor concentración de la tierra en el mundo. Paz habrá, pues, no sólo cuando Estado y ciudadanía prevalezcan en todo el territorio con poder legítimo sobre usurpadores de fusil y motosierra, sino cuando se instaure en Colombia una democracia con justicia y equidad. Primer paso, que los victimarios de todos los bandos reconozcan su papel en la guerra y acepten el veredicto de una Comisión de la Verdad.

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