Cientos de compadres y fanáticos protestaban energúmenos frente a la cárcel donde el cantante vallenato Diomedes Díaz purgaba pena. Argüían afrenta de la justicia contra el ídolo –protegido del paramilitarismo- que en 1997 había violado y asesinado a su novia, Doris Adriana Niño. Ahora, los parlamentarios Alfredo Ape Cuello Baute y Eduardo Crissien radican proyecto de ley que exalta a Diomedes como ícono de la cultura nacional. Contrasentido moral de buen recibo en sectores amplios de la sociedad, desde cuando los sicarios de Pablo Escobar se encomendaban a María Auxiliadora para no fallar el tiro contra su víctima venidera. En otra dimensión de la doble moral, vemos todos los días repetirse el espectáculo de personajes que pontifican contra las libertades individuales y la intimidad de los demás, mientras se permiten licencias que lindan a menudo con tolerancia del delito.

El sórdido ingrediente parece adobar también la cruzada del concejal cartagenero Antonio Salim Guerra contra la champeta y el reguetón. Expresiones de cultura negra y mulata que, según él, “erotizan” prematuramente a la juventud y son causa del embarazo adolescente y el aborto. En esta Cartagena, meca de prostitución infantil alimentada por la pobreza, la ignorancia y la falta de educación sexual, contra las cuales nada hacen sus elites. Para La Silla Vacía, en el origen de la iniciativa figura un concejal cristiano afín al senador Antonio Correa (prosélito de Enilse López, La Gata). Vuelve y juega la explosiva aleación religión-oscurantismo-violencia moral (¿y física?), rediviva en Colombia desde tiempos del uribato. Puesta la mira en los votos de la iglesia Ríos de Vida, Guerra despliega el mismo lenguaje inquisitorial de la jerarquía católica durante la Violencia: condena  los “bailes incitantes” que hacen apología del sexo, la lujuria y la violencia. Ya monseñor Builes satanizaba el baile “lujurioso”, divertimento diabólico impropio de la mujer honesta, mientras dejaba que sus tonsurados invitaran desde el púlpito a matar liberales.

El mismo Concejo de Cartagena prohibió en 1921 la cumbia y el mapalé,  bailes pletóricos de sensualidad cuyo erotismo degradaron a condición de pecado las mentes enfermas de los censores. Como degradan hoy la champeta. Como degradaron desde la Colonia los ritmos de los negros, porque con ellos transgredía esta etnia la dominación de las elites blancas, resistía, y afirmaba así la identidad del negro y el mulato.

Aunque entreveradas las culturas blanca, negra e indígena, nuestra oligarquía porfía después de cinco siglos en preservar la hegemonía “blanca” en una sociedad mestiza. Con lujo de matices recorre Rafael Antonio Díaz la historia pasada, el abanico entero de manifestaciones culturales de negros y mulatos en el Nuevo Reino de Granada: brujas que roban el alma, cabildos de negros y mulatos, danzas secretas, bailes de negros en fiestas religiosas, juegos, tambores prohibidos, demonios de la resistencia, palenques, cimarrones, fandangos y chirimías. Exuberancia menospreciada por venir de la “masa brutal”, incapaz de someter sus pasiones al molde civilizado. El diablo impuro, antinomia de lo puro, lo español; y el correlato de puro-impuro en el de bueno-malo. Si carnaval había, uno era civilizado, el de las elites; otro, bárbaro, el de la guacherna. Y las jerarquías persisten.

¿No debería el vallenato resistir a la cultura mafiosa que quiere convertirlo en apología del crimen? ¿No debería la champeta resistir como autoafirmación transgresora de las etnias segregadas por el moralismo del poder público que se mete, a la manera del nazismo, en la cama del ciudadano?

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