Destilando bilis, envenenado de rencor asiste el uribismo al desarme de las Farc, mientras millones de dolientes celebran el milagro de una guerrilla poderosa que silencia sus fusiles para siempre. Es el fin de una guerra de medio siglo que cobró miles y miles de vidas inocentes. Como traicionado por la amante que halaga su hombría en el juego de la guerra, queda el Centro Democrático disparando al aire, reducido a la prosaica realidad: con la desaparición del enemigo armado se descorre el velo heroico de su gesta anticomunista, para desnudar ahora la crudeza de una propuesta ultraconservadora, por la que siempre se batió entre bastidores. Ni democracia, ni reforma rural, ni redención de la Colombia olvidada, ni castigo para responsables de atrocidades en el bando de terratenientes, uniformados y parapolíticos. Bien la definió, con contundencia digna de Laureano, Fernando Londoño: somos de derecha y volveremos trizas el Acuerdo de Paz. Verdad que ha brillado solitaria en la manigua de mentiras, hipérboles y eufemismos que signan la índole del uribismo. Y su objetivo estratégico.
Destruir el Acuerdo de Paz no es cosa baladí. Ni se contrae a suprimir las ventajas que la justicia transicional le ofrece a la guerrilla (y a todos los contendientes del conflicto). Concesiones enanas si se las compara con las que quiso Uribe darles a las AUC en la negociación secreta de Ralito: amnistía y cero cárcel aun para responsables de delitos atroces; y estatus político al narcopramilitarismo. A tiempo frenaron las Cortes semejante extravagancia. En 10 años, de 32.000 desmovilizados, La Ley de Justicia y Paz arrojó míseras 22 condenas. Una vergüenza. Hoy quiere el uribismo eludir la responsabilidad judicial y política que le cabe en el conflicto que termina. Pero volver añicos el Acuerdo es, sobre todo, sepultar la posibilidad de reconstruir la sociedad sobre cimientos de equidad y democracia.
Rapaz de nación, hoy se disputa el CD en el Senado las curules que en circunscripciones de paz corresponderían sólo a víctimas y campesinos que jamás se vieron representados en el Congreso. Así buscará el uribismo recomponer su hueste parlamentaria, tras la paliza de 80 congresistas suyos judicializados por parapolítica, cuando en los altos poderes menudeaban convites non-sanctos. Como aquella visita de jefes paramilitares todavía en armas al Salón Elíptico, para júbilo del pleno parlamentario que registró, ojos y boca muy abiertos, la erguida protesta de Gina Parody y Rafael Pardo. O los repetidos encuentros del paramilitar Job para conspirar con la plana mayor del Gobierno de Seguridad Democrática, en plena “casa de Nari”.
De reforma rural, ni hablar. Hostil a la devolución de predios arrebatados al campesino en la guerra y a la recuperación de baldíos malhabidos para dar tierra a quien la necesita, no se conforma esta derecha con promover el hundimiento de la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras. Apunta también a donde nadie se atrevió en 80 años: contra las leyes de expropiación con indemnización por razones de utilidad pública y necesidad social, y las de extinción de dominio en tierras ubérrimas sin explotar. Y es aquí donde más debe de dolerle el fin de la conflagración. Que fue al calor de la guerra, en la batahola de ejércitos de malhechores, como se consumó la más sangrienta reconcentración de la propiedad rural y el control del territorio en Colombia.
Llegada la hora de la verdad, las Farc responden con grandeza. Esta semana entregarán hasta el último fusil de su fuerza en armas. Uribe y su bancada de soldaditos de plomo tendrán que habérselas ahora sin la coartada de las Farc. Sin la hoja de parra que disimula sus vergüenzas.