Todos lo vimos en pantalla: el senador Roberto Gerlein, tenido por príncipe de las tinieblas machistas, se allanaba dulcemente a que la actriz Alejandra Borrero le pintara los labios de carmín, en pleno Capitolio Nacional. Rasgo de pundonor siempre ausente en sus diatribas de patriarca extemporáneo cuando de moral sexual se trata, el Mayor de la tribu parlamentaria se prestaba sin embargo al juego de símbolos que se proponía para expresar solidaridad con la Mujer y “el lado femenino del varón”. Como anticipación a esta sofisticada performance en país perdido en el trópico, otra actriz sorprendía desde Europa con su versión transgresora de feminismo.
Ni bigotuda ni terror del sexo masculino, la actriz Emma Watson, la frágil Hermione de Harry Potter, alza su voz en defensa de la mujer por un camino inesperado: convoca a los dos sexos por los derechos de la mujer. En discurso que la prensa del mundo desplegó el 25 de septiembre, la nueva embajadora de la ONU-Mujeres reivindicó el feminismo no como guerra contra los hombres sino como el movimiento que persigue derechos y oportunidades iguales para hombres y mujeres.
Desde niña –dijo–, empecé a cuestionarme sobre la igualdad de géneros. A mis 8 años me dijeron mandona por querer dirigir una obra de teatro; pero a ninguno de los niños que tomaron la misma iniciativa lo recriminaron. A los 14, cuando ya incursionaba en el cine, quisieron algunos medios tratarme como símbolo sexual. A los 15, mis amigas abandonaban el deporte para no parecer masculinas. A los 18, mis amigos varones no podían expresar sus sentimientos. Entonces me decidí por el feminismo. Watson reivindica como derechos el mismo pago por el trabajo que el de sus compañeros hombres, negarse al papel de simple objeto de deseo, decidir sobre el propio cuerpo y la maternidad, participar en política. “Creo merecer el mismo respeto que un hombre”. Dijo Watson sentirse privilegiada porque sus padres no la quisieron menos por ser niña. Ni sus maestros y directores de cine se lo hicieron sentir. Son ellos los “feministas inadvertidos” que nuestro mundo necesita.
La igualdad de género –apuntó Watson– no es cosa de mujeres, compete también a los hombres. “He visto a hombres jóvenes sufrir enfermedades mentales, incapaces de pedir ayuda por miedo a parecer menos hombres… he visto a hombres sentirse frágiles e inseguros frente al modelo de éxito masculino, porque tampoco los hombres gozan de igualdad”. Razón le sobra. En Inglaterra, en Colombia y en Cafarnaún son los varones los primeros en sentirse obligados a marchar a la guerra. Obligados a dominar, a proteger, a ser cabeza de familia, a ostentar fuerza física y control emocional. A ocultar la “vergüenza” de un pene pequeño. Les impone el medio un estereotipo de masculinidad cargado de privilegios que conducen a violentar a la mujer. Bajo mil modalidades que van desde el feminicidio, hasta la violación, el acoso, la invisibilización en el espacio público y la desigualdad laboral; y adquieren proporciones faraónicas.
Si cambia este paradigma de hombría, cambiará el no menos nefasto del eterno femenino. Cuando los hombres no necesiten la agresividad para hacerse aceptar –remata Watson– no se verán las mujeres obligadas a la sumisión. Si los hombres no necesitan controlar, las mujeres no tendrán por qué ser controladas. Tendrán ellos y ellas el mismo derecho a la fuerza y a la emoción. Presupuestos enderezados a romper estereotipos de género y a incorporar en la lucha contra la violencia hacia las mujeres nuevos contingentes cada día de hombres feministas. Acaso por pirueta del destino, en gracia al respeto que le prodigó a Alejandra Borrero, derive el propio senador Gerlein en feminista inadvertido.