“Se amarraba al campesino, se le vestía de camuflado y le disparábamos de lejos, porque si era a quemarropa venía la investigación”. Así parecía haber muerto en combate, relata el exparamilitar Pantera en El Espectador (IV, 24). Siendo infante de Marina, terminó cooptado por don Mario y sirviendo a dos señores. De los 30 falsos positivos en que participó, 2 fueron pastores protestantes tras una escaramuza con el ELN en El Carmen . –“Mínimo son guerrilleros y se pusieron de civil- me dijo el teniente Rivera. Hagámosles la vuelta”. Entonces Pantera los mató y luego les vistió el uniforme militar. Cuenta que por instrucciones del General Quiñónez y del Coronel Diazgranados, en compañía de 25 hombres del Batallón de Contraguerrilla 33, y al mando del jefe paramilitar Cadena, participó en la masacre de El Salado en 1999. Y que eran  hombres de la Primera Brigada de ese cuerpo quienes confeccionaban las listas de los condenados que Cadena eliminaba después.

Pantera sería apenas un eslabón en la cadena de falsos positivos que, según las autoridades, puede llegar a 2 mil en la última década. Se elevó la semana pasada en Soacha el reclamo de nuevas madres cuyos hijos se sumaban a aquel número macabro. El General Padilla declaró, conmovido, que los falsos positivos eran una “monstruosidad”. Para el senador Juan Manuel Galán, tan abultada cifra prueba que “no estamos hablando de ejecuciones aisladas o manzanas podridas”.

Si el caso de Colombia escandaliza al mundo, es porque ella parece sembrarse en el estadio de la barbarie que otros, olvidadizos, transitaron también. Más de un ejército (inglés, francés, portugués, israelí) acudió a fuerzas irregulares para combatir a la guerrilla. Pero ahora el Tercer Mundo se ha propuesto conciliar seguridad con derechos humanos y construcción de paz. Pasa de la justicia militar a la civil; supedita el poder militar al civil; afina los procesos de selección, formación y control del personal militar, crea mecanismo expeditos para combatir la impunidad.

El Gobierno de Colombia decidió crear una Escuela de Derechos Humanos para sus hombres y situar en cada brigada un inspector de aquellos derechos. Espera promover así el respeto a la vida y combatir la impunidad que se ha generalizado entre  uniformados. Mas el estudio formal debe corresponderse con la evaluación de resultados operativos: no pueden ofrecerse recompensas ni incentivos a la vista del primer cadáver sin saber de dónde salió… o callando por saberlo. Un abismo media todavía entre la limpia intención del papel y el margen de independencia de que goza cada comandante en su terreno. Esta circunstancia y una larga tradición de permisividad y laxitud convirtieron a amplios sectores de las Fuerzas Armadas en aliados del crimen, cuando no lo protagonizaron ellos mismos. Insuficientes resultan esas medidas, además, si el Salto Estratégico que el Gobierno anuncia se propone “consolidar” el territorio subordinando toda acción civil del Estado a la arrogante batuta militar.

Mil dificultades ha encontrado el Fiscal Iguarán para investigar a los militares acusados de falsos positivos. Dice que les aplican a sus fiscales “una especie de sicariato moral (para delegitimarlos)”. Buenas intenciones animan, sin duda, al gobierno, pero resultan tímidas. Poco se logra con cursos de derechos humanos, o con intendentes para protegerlos en brigadas a donde las víctimas no arrimarían jamás, si no se enmienda antes el error monumental de premiar con una embajada al presunto responsable de los falsos positivos: el General Montoya.

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