Genuflexo con los poderosos, desalmado con los débiles; he allí el carácter autoritario del Gobierno que Iván Duque preside: rinde la testa ante la estrella polar mientras desprotege y persigue a su pueblo. Hábil maquinador contra el Acuerdo de Paz, contempla sin pestañear el fruto perverso, una violencia desbordada que es panacea de su partido. No deja intactas las causas de la guerra, las agrava: ni reforma rural, ni sustitución de cultivos, ni curules garantizadas a las víctimas, ni negociación de paz con el ELN o de sometimiento con el Clan del Golfo; y sí, en cambio, 228 masacres, 904 líderes sociales asesinados en escasos 4 años y una Ley de Seguridad Ciudadana que evoca la mano de hierro de los regímenes de fuerza. No en vano venimos de una matanza de manifestantes a manos de la Policía y adláteres paramilitares. Gente de bien, armada en legítima defensa contra hambreados que pululan como no se viera en este país.

El exterminio de líderes responde a pujas por el control de economías ilegales, sí, pero también al celo de notablatos locales por preservar su poder de siempre. Despóticos, a menudo violentos, perciben como amenaza letal la expresión organizada de las comunidades que los líderes personifican. Subversivos les parecen sus libertades y derechos democráticos, y más de uno los querría muertos. En bochornoso boicot a la representación política de las víctimas, han suplantado sus candidaturas por las de asociados a victimarios, como la del hijo de Jorge 40. Por falta de garantías renunciaron esta semana 17 aspirantes a esas curules en la Costa, y en el Chocó otros tantos se sumaron a la denuncia. El viernes pasado atentaron a bala contra los candidatos a curules de paz Diana Hurtado, cuyo padre murió en la masacre de La Chinita, y Menderson Mosquera, coordinador de la Mesa de Víctimas de Antioquia. El asesinato de una candidata corroboró el creciente divorcio de este Gobierno con la democracia.

A los habitantes del Bajo Atrato chocoano dominado por el Clan del Golfo, verbigracia, el diálogo con los armados y la verdad les resultan decisivos: necesitamos sus verdades para que la guerra termine, le dijeron a la periodista Natalia Herrera; necesitamos saber qué sectores militares, políticos y empresariales de alto nivel están detrás de sus balas. Piden privilegiar las verdades que Otoniel atesora, considerar la desmovilización que insinúa, sobre su extradición. Pero la Dijín lo amordaza, pues él podrá develar el entramado de esta guerra de 400.000 muertos y desaparecidos: la contrarreforma agraria. Un plan premeditado por los que no dispararon pero ordenaron disparar.

Si la implementación de la paz sigue en pañales, la represión de libertades y derechos marcha triunfal: la Ley de Seguridad Ciudadana emula el modelo draconiano de las dictaduras, da licencia para matar. Convierte el uso de capuchas y la obstrucción de vías en terrorismo y lo castiga como tal. Exime de responsabilidad a quien pueda disparar contra otro, dizque en legítima defensa si pisa su casa, su negocio, su finca. Y facilita hasta el absurdo el porte de armas por civiles.

Norma de bárbaros repotenciada ahora por el acuerdo Biden-Duque que, a título de lucha compartida contra el terrorismo, convierte a Colombia en despensa de armamento gringo. Graciosa concesión del imperio, podremos acceder a créditos de su banca para comprarles equipos de defensa y recibir, antes que otros, sobrantes bélicos. ¡Y nos autoriza –tan divino– a almacenar elementos militares que son parte de la reserva de guerra de EE.UU! ¿Seremos cabeza de turco en una eventual conflagración en la región, coletazo del conflicto en Europa? ¡Qué costosa la foto con Biden, vanidad de nuestro presidente! Indigno a los ojos del mundo, el de Duque es también, para su pueblo, un Gobierno puñetero. Por decir lo menos.

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