Un fantasma de carne y hueso recorre a Europa: la amenaza de sublevación de sus países mediterráneos e Irlanda contra los abusos de la gran banca y el paradigma neoliberal que le subyace. Su onda expansiva cobrará forma con el triunfo del izquierdista Tsipras en Grecia. De alcance incierto todavía, la rebelión podría herir el corazón mismo del modelo y hasta fracturar la Unión Europea. O bien, podría forzar un ablandamiento de aquella ortodoxia que sobrevive a la brava. En lo que a Grecia toca, el nuevo Gobierno se inclina por renegociar la deuda o, aún, cesar pagos; por devolverle al Estado la iniciativa perdida, reactivar la economía productiva, crear empleo con salarios decentes y aliviar con medidas de emergencia las carencias más sentidas de la población. Para la severidad cardenalicia de Merkel y sus banqueros es anatema: una revolución.

El detonante no podía ser más dramático: en cinco años, desde cuando el Banco Central Europeo, el FMI y la Comisión Europea (la troika) le impusieron a Grecia medidas draconianas de austeridad y un nuevo paradigma económico como condiciones para refinanciar su deuda, el país perdió la tercera parte del empleo y del aparato productivo; los salarios cayeron 38%; la pobreza aumentó 93%, y la mortalidad infantil, 42%. La divisa fue reducir drásticamente el gasto público para tener con qué pagar deudas siempre renovadas por los acreedores. Hoy la deuda representa en Grecia 175% del PIB. También Italia, España, Portugal e Irlanda transitan el camino de espinas que hace tres décadas provocó catástrofe humanitaria en América Latina, tras parecido tratamiento de la deuda, el desmantelamiento del Estado y la apertura económica indiscriminada, repentina, que el Consenso de Washington forzó en 1989.

A la próspera y sofisticada Europa le llegaría la hora de la humillación que en su momento sufrió el subcontinente Americano, cuando  estas sociedades, ya injustas, registraron por añadidura un calamitoso proceso de involución social: se dispararon la pobreza, la desigualdad y la exclusión. El Consenso de marras impuso una estrategia combinada de austeridad radical con otra de cambio del modelo económico y político. Esta se montó sobre el trípode que nuestros economistas de derecha predicaron con místico fervor: libertad absoluta de mercados, privatización de empresas y funciones del Estado, austeridad fiscal. Hubo privatización y apertura económica a marchas forzadas, con desindustrialización y destrucción masiva de empleo. Como en Grecia.

No escapó Colombia a las adversidades del modelo. En 2005 le diagnosticaba la Contraloría General “una crisis humanitaria sin precedentes”: desempleo y miseria alcanzaban los niveles históricos más elevados. El 3 de septiembre de 2003 había declarado el Gobierno que el país seguiría a pie juntillas las disposiciones del FMI para apretar el ajuste fiscal y poder bajar en 10 puntos la deuda pública. Y todavía hoy, la Tercera Vía del presidente Santos es un señuelo. Díganlo, si no, los TLC y el ominoso modelo de salud como negocio que el Gobierno se niega a desmontar.

Inobjetables, las observaciones de Stiglitz: la tal globalización sólo ha producido pobreza. Sustituyó las viejas dictaduras nacionales por la nueva dictadura del capital internacional. Hoy son pocos los que defienden la hipocresía de pretender ayudar a los países subdesarrollados obligándolos a abrir sus mercados a bienes de países más adelantados que protegen los suyos propios. Y asfixiándolos con deudas convenientemente renovadas. Digamos que al austericidio de la troika financiera –fortín del 1% de afortunados que acapara la mitad de la riqueza del mundo– le ha salido su fantasma. Y no parece de cuento de hadas. Enhorabuena.

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