No sorprende: según el Barómetro de las Américas, Colombia es –después de Surinam- el más conservador entre 24 países. Pero sí alarma la mutación de conservadurismo en tolerancia de hechos que lindan con el crimen. En ninguna democracia madura se verían con tanta naturalidad fotografías de la parlamentaria uribista Maria Fernanda Cabal recibiendo jubilosa ágape en su honor de neonazis confesos. Ni habría tan copiosa votación por un expresidente cuyo gobierno registró más de cuatro mil asesinatos de inocentes presentados como “positivos” de la guerra, sin que aquel lamentara siquiera los hechos. Con todo, el triunfo de la paz en la última elección está introduciendo aires inesperados en la política. Primero, la probable caída del procurador Ordóñez, apasionado antagonista de la paz, presagia tiempos menos amables para la derecha ultramontana. Segundo, este conservadurismo rabioso acusa fisuras.
Rafael Guarín, señalado exponente del Centro Democrático, invita al uribismo a conciliar con Santos procedimientos de paz en vez de “atravesarse como una vaca muerta en la coyuntura”. Ya el candidato Zuluaga, plegándose a Marta Lucía Ramírez, había ablandado en el epílogo de la campaña sus críticas al proceso de La Habana; e invitado al Presidente a considerar la opinión de siete millones de electores que secundaban la suya. Casi al unísono lo desautorizaba Uribe, cabeza única, intocable del movimiento. Lo que en pluralismo pasaría por libre confrontación de ideas, aquí podrá interpretarse como afrenta al caudillo, como hachazo que abre grieta. En todo caso, al país le llega la imagen de una coalición de derecha que alberga desde el extremismo cavernario de la Mano Negra hasta el reformismo civilizatorio de un Juan Mario Laserna.
Porque una cosa es discrepar de las condiciones de negociación con las Farc, si mejorarlas aconsejara cesar el reclutamiento de niños, exigir mapas de terrenos minados, parar los atentados contra la población civil y exigir castigo para guerrilleros incursos en crímenes atroces. Otra, querer perpetuar por conveniencia propia la guerra ciega contra una imaginaria, inventada amenaza del castro-chavismo, cuando la guerrilla marxista más antigua del mundo acepta permutar sus armas por un programa reformista liberal.
Glosemos la columna de Guarín en Semana. Que Zuluaga y Santos tienen razón en plantear un punto de encuentro, escribe. Invita a Uribe y Zuluaga a dialogar con el Gobierno, toda vez que el entonces candidato se plegó a la fórmula de “paz negociada” y que el Presidente invitó a todos los demócratas, Zuluaga comprendido, a hacer causa común por la paz. Una paz pactada sin el concurso de las minorías, agrega, sería un espejismo. “El único seguro es un acuerdo político del que haga parte el Centro Democrático”, y el uribismo no debe rehuirlo; debe proponerle a Santos un pacto por la paz. “Me da pena con los extremistas de derecha, pero (si) el uribismo quiere ser alternativa de poder no se puede quedar atravesado como una vaca muerta en la coyuntura… Hay que jugar, o resignarse a que Santos y Timochenko redacten las reglas de la política para el próximo cuarto de siglo”.
Tampoco Santos lleva todas las de ganar. La paz demandará a un tiempo el concurso de su coalición de Gobierno, de la izquierda, del movimiento popular, de los conservadores demócratas y de Álvaro Uribe. Aunque Monseñor Luis Augusto Castro acusa a Uribe de guerrerista y lo invita a considerar que “se cogen más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre”. Y este desafío de la paz podrá definir la encrucijada de la derecha: o se divide entre ubérrimos y republicanos, o da el salto hacia una coalición democrática que admita la discusión en su seno.