Ni manzanas podridas, ni avivatos que abusaron de la “candidez” del ex ministro Arias cuando éste, obedeciendo al jefe, convirtió la política agraria en escándalo perpetuo. Es el modelo: el tránsito hacia un orden enderezado a mantener el dominio de los ricos y sumarles elites emanadas de nuevos sectores sociales que se han impuesto a sangre y fuego. La emergencia de otras clases, que toda democracia saluda, obra en Colombia como mentís de la democracia, pues ellas porfían aquí en prevalecer desde el narcotráfico y el crimen. Viejos y nuevos potentados usufructúan la filosofía de Uribito, para quien favorecer a los ricos es ver por los pobres. Beneficiarios de AIS son la familia del banquero  Sarmiento Angulo (recibió 3.948 millones); las familias Lacouture (11.996), Vives (7.068) y Dávila Abondano (2.982); Ismael Pantoja, extraditado por narcotráfico, (700), para abundar en queriduras con narcotraficantes como Macaco y Micky Ramírez que recibieron otra millonada de FINAGRO. La punta del iceberg.

Tras observar con microscopio la penetración de los grupos armados en la vida de 18 municipios, un estudio que dirige Fabio Velásquez introduce enfoques originales sobre la captura del Estado por los violentos y sus alianzas con políticos de la localidad. Sin ánimo de señalar personas, el libro Las otras caras del poder examina los procesos de control del territorio, de la economía, de la política y la población por narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros, que parecen anunciar el advenimiento de un nuevo orden en este país. Sus pilares, “un régimen político autoritario, una acumulación de capital a sangre y fuego en nuevas manos y una base social legitimadora, beneficiaria de favores y prebendas”.

Matriz de esta transformación sería el conflicto. No obstante los logros de la seguridad democrática, los violentos siguen vivos, y marchan hacia la acumulación de riqueza en tierras y negocios, en el control de las rentas y megaproyectos de la economía local y regional. Cuando no se alían con guerrillas y mafias, los paramilitares reinan en zonas estratégicas por su potencial minero y agropecuario y meten mano en grandes proyectos agroindustriales, como los de palma africana, tan afectos al gobierno central.

Su meta, instaurar un sistema que envilece la descentralización, compromete la democracia y sacrifica la equidad. A sus logros contribuye la alianza con familias de tradición que, por afinidad, o por oportunismo, o por instinto de conservación –pero siempre con desprecio de la moral y de la ley, diríamos nosotros- deriva en una estructura de poder asentada en cimientos de capacidad económica,  seguridad privada, influencia política y  reconocimiento social. Con dominio creciente sobre la riqueza y las elecciones, estos grupos armados terminan por controlar el orden público, las disposiciones legales, las políticas del municipio y sus inversiones. Hegemónicos, se legitiman en la tradición más conservadora de nuestro sistema político: en la concentración de la propiedad y del poder, en un rudo catolicismo, en el todo vale, en la predilección por el garrote para aconductar al de a pie y eliminar al adversario. Un ingrediente agregan: la amenaza cotidiana de las armas.

El grosero favoritismo de AIS y otras agencias hacia los opulentos amigos del Poder; la impunidad que cubre la conversión del DAS en policía política penetrada por las mafias, denotan más que corrupción: sugieren que el modelo autoritario y concentrador de las regiones encuentra inspiración y aval en el gobierno central. Y que Álvaro Uribe funge como mentor del nuevo orden.

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