Cuatro veces se abrió paso su mamá en las estaciones de policía para rescatar al adolescente que allí pernoctaba bajo el ribete de “agitador profesional” cuando oficiaba como dirigente de la Juventud Comunista en el colegio. Pero no era ella una madre como las demás. Mientras todas reconvenían a sus hijos por atravesados, Yira Castro, sincelejana de risa abierta, lo cubría de besos. Y manuel Cepeda, el padre, lo premiaba solemne con un apretón de manos. Niño colado en la generación amordazada del Frente Nacional, tres décadas después la aventura de ocasión había derivado en amenaza diaria de morir baleado por atreverse a gritar a los cuatro vientos que miles de colombianos caen asesinados por paramilitares o por agentes del Estado. Como cayó su padre, el último parlamentario vivo de la Unión Patriótica (UP), en una mañana sin sol de 1994.

Que hubiera tenido divergencias ideológicas con él, en público y en privado, no le impidió al hijo librar una lucha sin atenuantes por preservar la memoria del progenitor, de los que han muerto por desafiar las ideas consagradas y de las víctimas inocentes de los ejércitos de todos los colores. Ni héroe de epopeya, ni poeta maldito, Iván Cepeda evoca más bien al antihéroe de la pelea gris, sin esperanza, contra un Príncipe que parece poseído de su propia imagen de grandeza, apenas deslucida por algún audaz; y, sobre todo, contra José Obdulio Gaviria, el poder detrás del trono. Aunque Cepeda no casa riñas personales, se convirtió en contraparte del asesor presidencial y hoy es ícono de la lucha por preservar los Derechos Humanos en Colombia. Anatema para este gobierno que a menudo la asocia al terrorismo.

En particular con ocasión de la marcha del 6 de marzo que Cepeda promovió para reivindicar a las víctimas del Estado, a desplazados, desaparecidos y ejecutados. El Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado, del cual es portavoz, denunció más de 20 mil desaparecidos, muchos de ellos asesinados, enterrados en fosas comunes o arrojados, ya cadáveres, a los ríos. El asesor de Palacio declaró que la movilización era obra de las Farc y Cepeda lo responsabilizó de cuanto pudiera ocurrirles a los organizadores de la manifestación. Se acentuó el asedio a líderes sindicales, dirigentes sociales y hombres de izquierda, hasta culminar en el asesinato de seis de los promotores de la marcha. Entonces 63 congresistas de los Estados Unidos instaron al Presidente Uribe a desautorizar a Gaviria. Y este último debió retractarse. Obra de las organizaciones de Derechos Humanos, del cambio de brújula en la política norteamericana y del escándalo de los falsos positivos, el mundo empieza a reconocer que en Colombia hay crímenes de Estado. El 14 de noviembre, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por el asesinato del senador Manuel Cepeda.

Como un bálsamo debió caerle la noticia a Iván; mas no para la revancha. Acaso haya desempolvado su viejo tomo de Dostoievski, rescatado de entre cientos de maravillas diminutas, artesanías y recuerdos de países lejanos que subvierten la uniformidad de la biblioteca y han sitiado a los libros contra la pared: “el ser humano no es violento por naturaleza –dice-. Raskólnikov, protagonista de Crimen y Castigo, me enseñó que al hombre se le presenta siempre la opción de ser violento o no serlo. Está más sujeto a un principio ético  que determinado por la fatalidad”. Cuánto contraste, piensa uno, con el sentencioso lugar común de Spiros Stathoulopoulos, el director de la película PVC-1, para quien “la maldad humana siempre es cruda”. Entre las páginas del ruso o las de Thomas Mann, su otro favorito, puede andar Cepeda haciéndole antesala al lanzamiento de su libro, A las puertas del Ubérrimo, que tendrá lugar pasado mañana. Escrita en compañía del director de Codhes, Jorge Rojas, la obra describe el entorno social del nuevo poder que se ha instalado en Colombia,  y augura acalorada controversia.

Iván Cepeda acumula más vida de la que sus 46 años parecen soportar. Vástago de una pareja en exilio intermitente, ha pasado la tercera parte de sus años en el extranjero. Experimentó en carne propia el régimen del socialismo real y su agonía en  países de la órbita soviética. Vivencia privilegiada que le daría razones para romper, a la caída del muro de Berlín, con el Partido Comunista de Colombia e ingresar a la Alianza Democrática M-19 una vez que el grupo armado se hubo legalizado. Hoy es miembro del Polo Democrático. A la edad de 6 años presenció, con ojos muy abiertos y enfundado en un grueso gabán, la Primavera de Praga, rebelión del pueblo checo contra el guante de hierro de Moscú. A los 19 marchó a Bulgaria, donde estudió filosofía y no cejó en el debate académico sobre la capacidad de la dogmática marxista para dar cuenta de la realidad. Ya había sido Cuba, a los dos años, cuando los primeros pasos fueron también incursión inexorable en la política. “El socialismo era democracia en economía, sí, pero autocracia en política”, concluyó.

En 1987, a los 25 años, cuando la Perestroika hacía mella en la izquierda colombiana, regresó al país. Un hombre de cabello ensortijado, tan versado en tangos como brillante en la crítica, condensó la artillería política que hizo tambalear el sólido edificio de la ortodoxia comunista. Era Bernardo Jaramillo. Iván Cepeda se le unió, discutió con la pasión que el momento exigía y proclamó, ya desde entonces, una condena al secuestro, práctica de horror. “Confieso sin modestia que me llena de orgullo el haberlo hecho, una y otra vez, desde hace 20 años”.  Jaramillo siguió liderando la crítica, a distancia sideral de Moscú y de las Farc. Hasta cuando lo mataron, tres años después, en 1990. “Con su muerte se frustró la esperanza de toda una generación –se duele. Jaramillo ofrecía la posibilidad de liderar una transformación de fondo en la izquierda”.

Según Cepeda, en la crisis del Partido Comunista y de la UP no pesó únicamente el periclitar del socialismo soviético. Pesó, sobre todo, el exterminio de toda una organización política de izquierda: “Desaparecieron miles de cuadros y líderes que hoy estarían desempeñando papel de primer orden en la política del país. Desapareció una oportunidad privilegiada de democratización de la izquierda. Si con el exterminio pensaba la derecha que eliminaba la subversión, sacrificó fue la parte más avanzada de la izquierda. Y creo que la suprimieron precisamente por eso. No porque fuera el sector más proclive a un proyecto militar, sino por encarnar una propuesta política, civilizatoria, democrática. Bernardo Jaramillo, José Antequera, Leonardo Posada. Era esa la generación llamada a producir un cambio político”.

Objeto que la doctrina de la combinación de formas de lucha convirtió a muchos miembros de la UP en carne de cañón de las Farc; que esta guerrilla usó a muchos de ellos en tareas de logística y luego los abandonó a su suerte. Con vehemencia apenas contenida retoma Cepeda el hilo de la conversación: “Había ambigüedad, sí, y doble discurso en la tesis del uso simultáneo  de distintas formas de lucha. Pero la UP no era el proyecto político de las Farc. Su propuesta se orientaba a renovar la democracia desde el municipio, a partir de la elección popular de alcaldes, y desde la formulación de una nueva Constitución.”  Pero la propuesta se quedó en el papel –insisto-, pues la dinámica de las Farc y su guerra sucia terminaron por prevalecer. “Eso puede ser cierto, pero sólo en parte. El hecho de bulto es que se apeló al crimen político para eliminar la posibilidad de una izquierda democrática”. También morían liberales y conservadores –apunto. “Si, y esos asesinatos son igualmente horribles. Pero no había razón ética ni política que justificara el genocidio. El secuestro no podía ser excusa para matar líderes sindicales. De haber querido erradicarlo, los paramilitares hubieran buscado a la guerrilla allí donde ella estaba. Pero claro, era más fácil eliminar sindicalistas, líderes sociales, campesinos. Entre otras razones, para acumular tierras y poder político. Los paramilitares no son una autodefensa. No puede serlo una fuerza tan agresiva, tan invasiva, que ha desaparecido a 25 mil personas y monopolizado gigantescas extensiones de tierra. No son un mecanismo de defensa; son un mecanismo de agresión, usurpación y arrasamiento”.

Cepeda piensa que no se ha hecho borrón y cuenta nueva. Los crímenes de Estado, dice, son una constante en nuestra historia contemporánea. Para él, el exterminio de la UP es un genocidio por razones políticas perpetrado por agentes del Estado en colaboración con grupos paramilitares. Los “falsos positivos” serían ejecuciones extrajudiciales precedidas de desapariciones forzadas que se han presentado en el contexto de la política de seguridad democrática. Cree que mientras existan patrones de criminalidad sistemática desde el Estado no se superará el fenómeno. Reconoce Cepeda los logros iniciales de la seguridad democrática; pero cree descubrir tras la retórica de José Obdulio Gaviria “una realidad espeluznante: la corrupción, la desinstitucionalización del país, el enriquecimiento fácil, el empoderamiento de personajes tenebrosos…”

Aseveración que parecería exagerada si no fuera porque la sociedad misma empieza a resentir la que nuestro hombre califica de “catástrofe”. Y entonces declara que “es la hora del Polo”. Con mayor razón si se frustra la reelección del Presidente Uribe. Pero tendría que estar el Polo a la altura del reto, sus dirigentes mirar más allá del ego propio, de sus propias convicciones, y responder al clamor de la sociedad. Y remata: “para ofrecer el cambio social, democrático y pacífico que Colombia requiere hoy, se necesitan generosidad, grandeza, capacidad de decisión y olfato político”. Más de uno se preguntará, no obstante, si el Polo podrá allanar dogmatismos y vencer la inopia programática que pone en entredicho su capacidad para encarar semejante desafío histórico. Si no se dejará arrastrar por clientelismos y tentaciones oprobiosas como la de llevar a la Procuraduría a un inquisidor delirante.

Cepeda coloca la paz en el corazón de sus anhelos. Estima que a ella no puede llegarse sino por medio de la negociación política . Que la guerra no termina con la verdad, la justicia y la reparación a las víctimas del Estado y de los bandos en contienda. Agrega que  “si las Farc aspiran a credibilidad política, tendrán que reparar a la sociedad y liberar, cuanto antes, a todos los secuestrados”.

 ¿Tiene miedo? le pregunto. Y este hombre que se protege con acompañantes desarmados y puebla su apartamento de relojes (docenas de relojes de todos los tamaños, edades y diseños), que parecen recordarle que la vida se cuenta por minutos, responde con sencillez: “Más miedo me daría de no hacer lo que hago”.

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“El ser humano no es violento por naturaleza. Siempre puede escoger entre ser violento y no serlo. Está más sujeto a un principio ético que determinado por la fatalidad”.

“El socialismo de la Unión Soviética era democracia en economía y autocracia en política”.

“Me llena de orgullo el haber condenado el secuestro, una y otra vez, desde hace 20 años”.

“Los paramilitares no son una autodefensa; son un mecanismo de agresión, usurpación y arrasamiento”.

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