Si el socialista Hollande,  hoy flamante presidente de Francia, intentara la mitad de lo que Argentina hizo en estos años, tal vez la economía europea experimentara un giro capaz de remontar la crisis que se cierne sobre el Viejo Continente. Humillada bajo el fardo de la austeridad que parecía destinado en exclusiva al Tercer Mundo, Europa se ve ahora hermanada con una América Latina que padeció hace cinco lustros la servidumbre de rigores parecidos. Crisis de la misma estirpe, en Argentina tumbó dos jefes de Estado y, en la Unión Europea, diez. Todo bajo el ala del mercado, para cobrarse a garrotazos la deuda de los países e imponer el paradigma neoliberal. Aquí, el Fondo Monetario Internacional y su Consenso de Washington; allá, el Banco Central Europeo (BCE) y su Pacto Fiscal de marzo pasado. Pacto que obligará a los 25 Estados firmantes a castigar el gasto social, salarios y pensiones; y lesionará soberanías, al punto de convertir a algunos de ellos en protectorados europeos.

Acolitada por el hoy derrotado Sarkozy, la canciller de Alemania, Ángela Merkel, se propuso menoscabar los Estados nacionales y eliminar cuanto quedara en ellos del modelo de bienestar. Eco le hace el presidente del BCE cuando afirma que “el modelo social europeo está muerto y quien dé marcha atrás en los recortes presupuestales provocará una sanción inmediata de los mercados” (The Wall Street Journal, 23,3,12, citado en Le Monde Diplomatique, mayo,12). El triunfo resonante de Hollande provocará, sin duda, un viraje en la política económica europea: éste renegociará el Pacto de marras, y enfrentará las medidas de choque que aplastan a la población con otras que promuevan el crecimiento, el empleo y eleven el ingreso de las gentes. Su acción se sentirá allende las fronteras de Francia.

Pero el ejemplo argentino servirá también. Súbdito aconductado  del Consenso de Washington, el entonces presidente Menem ejecutó con primor todas sus órdenes: privatizaciones, apertura económica y el dogma del equilibrio fiscal. Resultado: desempleo, más pobreza, más desigualdad. En 2002 alcanzó la crisis su clímax. El FMI “recomendó” austeridad, vale decir, reducir el gasto público y cercenar el crédito a las empresas. El país se desindustrializó. Recuerda Eduardo Sarmiento (El Espectador, 5,6) que  el gobierno argentino se atrevió entonces a irrespetar el modelo de mercado que hacía su agosto por doquier. A poco, la economía argentina crecía al 10% e importaba tanto como exportaba. Hoy restringe severamente importaciones y estimula el desarrollo de la industria propia. Renacionaliza empresas privatizadas en los 90. Acaba de expropiar con indemnización el 51% de la petrolera YPF, no en favor del Estado sino de empresas argentinas. Dijo la directora de la Cepal en CNN que ello se debió probablemente a que la multinacional no reinvertía allí sus utilidades. La misma Cepal registró una disminución espectacular del desempleo, la pobreza y la desigualdad en el último decenio en la Argentina. Para Sarmiento, ese país demuestra que “la intervención macroeconómica, el abandono del FMI, el control sobre el banco central, la prioridad industrial y la reversión de las privatizaciones conducen a un mejor perfil del desarrollo”. Pauta digna de considerar.

Hollande no es Mitterand, el otro socialista que ganó la presidencia de Francia en 1981. Éste debutó con un programa radical, pero debió  adaptarse a la línea media que prevaleció en Europa durante casi todo el siglo XX: una transacción entre socialismo y economía de mercado. Por ahí van también Argentina y Brasil y media América Latina. Lejos de la revolución, agencian cambios que no obstante hieren la entraña del capitalismo decimonónico. Acá y allá, libando mate o vino, van en pos del mismo fin: vuelta a la socialdemocracia.

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