Le madrugaron. Cuando le faltaba la última zancada para quedarse en el cargo, contra la Constitución, contra todos los poderes públicos y la mayoría de hondureños, le echaron mano los militares y lo deportaron. En aquella madrugada del 28 de junio, sorprendido en paños menores, el Presidente Zelaya añoró sus botas y su sombrero alón de fauno latinoamericano. Pero enmudeció. La contundencia del gesto armado malograba su propio golpe civil, edificado paso a paso, sin estridencia de sables, como se estila hoy en el continente. El episodio insinúa un desencuentro de los caminos por donde América Latina rescata su más cara tradición autocrática: por la vía del cuartelazo (así sea benévolo), o bien, a instancias de la democracia plebiscitaria.
Autoelegido el mandatario por la fuerza, o reelegido por abuso de poder y estrangulamiento de la norma para adaptarla a su ambición desmedida, en ambos casos se arriba a la misma paradoja: a fuer de popularidad, se sacrifica la democracia. Aunque no siempre es clara la frontera entre estas dos salidas. Hugo Chávez, campeón del reeleccionismo, se parece cada día más al dictador dominicano Leonidas Trujillo, “El Benefactor”; y, aunque el lustre no le alcanza para emular a Fidel Castro, imita también los aires del dictador cubano.
Con todo, entre el viejo dictador latinoamericano y su aprendiz de hoy existen diferencias de origen, de grado y de tempo. Al golpe de mano tradicional le siguió siempre derogatoria de la Constitución, cierre o defenestración del Congreso y de las Cortes, cesación de partidos y libertades, control de los medios de información para sitiar la opinión libre y buscar aprobación con propaganda sin tregua, asistencialismo, persecución a la oposición, y violencia tasada entre atropello menor y baño de sangre. La nueva modalidad acude a los mismos expedientes pero en grado menor, y no a posteriori sino como antesala del paraíso buscado: la reelección, paso seguro para quedarse en el poder. Afrenta de entrada contra la democracia, pues niega la rotación del poder. El dictador golpea primero y a renglón seguido monta los dispositivos de un régimen de fuerza. El reeleccionista va acondicionando los mismos dispositivos, con nadadito de perro y disimulo, hasta empotrar un gobierno de factura similar.
Zelaya alarga la cadena de vanidades inflamadas que pasan por caudillos, y trafican con la idea de que buscan poder ilimitado y eterno por darle gusto al pueblo. ¡Por demócratas! Como si democracia fuera sólo votos, pueblo encandilado por el Príncipe mediático para que éste pueda decir que el suyo es un gobierno “de opinión”. La democracia contempla también respeto del gobernante a la ley, a los demás poderes públicos, a las libertades, a la oposición.
Por violar la Constitución y por abuso de autoridad sería encarcelado Zelaya. De Alvaro Uribe dijo César Gaviria que “pretende perpetuarse en el poder cometiendo toda clase de acciones arbitrarias en el Congreso Nacional para impulsar un referendo violatorio de la Constitución”. Y el congresista norteamericano Eliot Engel ve en esta tendencia a violentar la Carta para hacerse reelegir “el (verdadero) gorila del que nadie quiere hablar”.
Vamos cosechando los efectos de la democracia directa que la “Tercera Ola Democrática” antepuso a la representación política y a los partidos. Ella degeneró en un populismo plebiscitario que manipula a la masa e invierte el sentido de la realidad. Tal el absurdo que el contragolpe de Honduras creó: la súbita transfiguración de un golpista en ciernes en mártir de la democracia.