Garra y pundonor de estas jugadoras que, por vez primera en la historia del fútbol nacional, batallando contra viento y marea, le dieron a Colombia la final de un mundial FIFA. Ningún equipo de Suramérica había llegado tan lejos. Menos aún la tan publicitada selección masculina de fútbol. Sin liga profesional, financiando campañas de su magro bolsillo, hostilizadas e insultadas por los dirigentes de este deporte, abusadas sexualmente por entrenadores y sin patrocinio, fueron sus triunfos a la vez contra rivales en el terreno y contra su propia adversidad. Y tocaron el alma de sus congéneres: millones de mujeres vieron aquella invasión de la cancha, templo sagrado de la masculinidad, como conquista de un derecho. Tampoco se ahorró esta selección hace 3 meses el desafiante puño en alto en la Copa Libertadores, a los acordes del himno nacional. 

No ha mucho espetó el directivo Gabriel Camargo sobre el fútbol femenino: “eso anda mal (…) eso no da ni económicamente ni nada (…) aparte de los problemas que dan las mujeres. (Ellas) son más tomatrago que los hombres y (…) caldo de cultivo del lesbianismo…”. El triunfo de las jugadoras -escribe Greace Vanegas- resulta del más largo y exigente partido de sus vidas: la resistencia a una discriminación estructural y la búsqueda de igualdad. El resultado es clamoroso: la selección femenina fue a dos mundiales, a dos olímpicos, recibió el oro en los Panamericanos de Lima y el subcampeonato de la Copa América. Logró cupo al mundial de Australia el año entrante y a los Olímpicos en 2024. La arquera Luisa Agudelo, de 15 años, brilla en el orbe, la secunda Gabriela Rodríguez y Linda Caicedo podrá ser la mejor artillera del mundo en su categoría.

Pero el afrentoso Ramón Jesurún, presidente de la Federación implicado con otros directivos en la fraudulenta reventa de boletas para un mundial por lo cual la Federación tuvo que pagar una primera multa de $16.000 millones, había negado el premio a las jugadoras. 48 horas después, no bien pasaron a la final, negó lo dicho y requetedicho y, resoplante, el signo pesos dibujado en la pupila, se subió al carro de la victoria. ¿Le alcanzará la contrición para reintegrar en la Selección a jugadoras como Isabela Echeverri y Yoreli Rincón, ninguneadas por haber reivindicado sueldo y viáticos y reconocimiento de los premios económicos y trato digno y liga femenina para el equipo? ¿Para salvar el abismo entre selecciones masculina y femenina, con dos millones diarios en viáticos para ellos y cien mil pesos para ellas?

Raro privilegio en un país donde los deportistas, hombres y mujeres, se hacen a pulso, olvidados de dios y del Estado y de los patrocinadores que sólo aparecen cuando el deportista descolló en su lucha solitaria contra la pobreza y el desdén de los que mandan. Maria Isabel Urrutia, para comenzar, primer oro olímpico de Colombia, íngrima, hoy ministra del Deporte, acaba de recordarlo: “ninguno de nosotros viene de estrato siete, venimos de las periferias, de los municipios más abandonados, de los barrios de invasión”. Linda Caicedo, Rigoberto Urán, Cochice Rodríguez, Catherine Ibargüen, Nairo Quintana… La ministra ha negociado campeonato femenino de primera división, liga de fútbol estable, premio decente por la final, sueldo digno y estable, oportunidades educativas y protección legal por acoso y violencia sexual.

Dos batallas deben librar nuestros deportistas: una contra el adversario en la cancha o en la pista y otra contra la pobreza. A las mujeres se les suma un tercero: el machismo arraigado en cada partícula del átomo social. Ana Bejarano escribe con razón que son las mujeres quienes revientan a balonazos su techo de cristal. Y esta selección de iluminadas ha empezado a romperlo venciendo el arco contrario y sus propias adversidades. ¡Aleluya!

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