Tiene razón el senador Álvaro Uribe: con impunidad, no habrá paz. Pero no podrán ser las Farc el único blanco de castigo, pues quedarían exonerados los otros tres implicados en la guerra: el paramilitarismo, la Fuerza Pública y los civiles que la promovieron, la financiaron y se lucraron de ella. Tampoco procede una amnistía general y gratuita. Virtud de la propuesta de César Gaviria es que extiende la autoría del conflicto a los civiles que lo cohonestaron, y los cobija como beneficiarios de justicia transicional. Mas, su alternativa de ley de punto final –pacto autoexculpatorio entre los máximos responsables– será  germen de nuevas guerras si no acarrea sindicación penal, juicio, condena y sanción. Sea ésta blanda, dura o intercambiable por sustitutos de cárcel. Pero aplicable a todos, y desde un mismo parámetro de justicia. Sin olvidar que una justicia plena comporta verdad, reparación a las víctimas, medidas y reformas que conjuren definitivamente el conflicto.

La verdad es que esta guerra de medio siglo deja 220.000 muertos y 7 millones de víctimas de crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad. Felonías comunes a todos los bandos, aunque los paras se especializaron en masacres; las guerrillas, en secuestro; la Fuerza Pública, en desaparición forzada y falsos positivos; mientras poderosos núcleos de empresarios, terratenientes, ganaderos, jueces y notarios, patrocinaban masacres, desplazamientos, robo de tierras y se lucraban de todo ello. A 13.000 de éstos investiga la Fiscalía. Verificaría, entre otros, presuntos vínculos con paramilitares de José Félix Lafaurie, presidente de Fedegán (La FM,11,2,14). En la “reconquista” de Urabá, años 90, se aliaron militares, políticos, paramilitares y empresarios. Por esos días, ejecutaban las Farc la estrategia de “territorios liberados”, con la eliminación o expulsión de  autoridades locales y rivales políticos. Acaso en réplica al exterminio de la UP, entre 1985 y 2005 cobraron las Farc tres veces más vidas de liberales en el Caquetá que las sufriera aquel partido de izquierda. En 1988, la mitad de los políticos desaparecidos eran de la UP; la otra mitad, de los partidos tradicionales.

Es en la economía del campo donde descuella el amancebamiento de civiles y paramilitares. Tras prolija investigación, concluye Ariel Ávila que en gran parte del país no quedó la tierra en manos de la mafia ni de los ejércitos ilegales; ella revirtió a políticos y empresarios que actuaron tangencialmente en el conflicto. En Montes de María, los grandes usufructuarios de la contrarreforma agraria fueron paramilitares, empresarios palmeros y ganaderos. En la Costa Atlántica, la guerra consolidó a las viejas élites. Allí debieron los campesinos vender a huevo sus predios; o abandonarlos, para verlos anexarse a latifundios aledaños que luego se llenarían de ganado o de palma. La parapolítica es cosa baladí, concluye Ávila, si se la compara con lo que ocurrió en el campo: una verdadera reconfiguración del territorio.

Tres urgencias del proceso de paz: que todos los determinadores del horror rindan cuentas, que no se aventure una impunidad selectiva y que sea la verdad el camino para balancear justicia y paz. Las garantías de no repetición remiten a  las causas del conflicto: el problema de la tierra y la costumbre  generalizada de hacer política a tiros. En gesto de concordia y tras su reunión con Kofi Annan, se mostró Uribe dispuesto a aceptar la mediación del Nobel de paz ante el Gobierno de Santos. Elocuente gesto de concordia que, de paso, redimiría al expresidente de pasar a la historia como el hombre que frustró la paz. Claro, si no insiste en forzar castigo sólo para la guerrilla e impunidad para sus amigos.

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