Para Ripley. Estudiantes de economía en la Universidad de Harvard violaron esta semana el sagrario del credo neoliberal. Abandonaron sacrílegos el salón de clase, dejando a su profesor con un palmo de narices y una carta entre las manos que debió devorar a trochas y mochas, arrastrado como vio su nombre por el piso. Era el célebre Gregory Mankiw, ex asesor de Bush y gurú del pensamiento único que dio alas a abusos inenarrables de los potentados cuyo desenlace fue la peor crisis económica desde los años 30. Su manual de economía se impuso en las escuelas de esta disciplina en Occidente. Como en su hora se impuso en los países de la Cortina de Hierro la obra de Nikitin, anverso doctrinario de pobreza comparable a la del norteamericano.
Se rebelaron los muchachos contra el contenido y el enfoque de la asignatura, “sesgada” hacia la sola doctrina del lesefer (Julia E. Martínez, Starviewer.wordpress.com). En recuerdo de la universalidad que inspiró a los fundadores de universitas en vísperas del Renacimiento, reclaman los de Harvard estudio crítico de las virtudes y defectos que acompañan a la constelación entera de modelos económicos y acceso al conocimiento de todas las teorías. ¿Por qué sólo Smith, reclaman, y no también Keynes, verbigracia? Demandan ellos -como demandaron los sublevados contra todo oscurantismo que embozaló a la ciencia en artículos de fe- “una comprensión amplia y crítica de la economía”. Denostan del “vacío intelectual y la corrupción moral y económica de gran parte del mundo académico, cómplice por acción u omisión de la actual crisis económica”. Reivindican -¡otra vez!- libertad de cátedra, de crítica, y autonomía de las universidades, hoy convertidas por las grandes corporaciones en instrumento de sus intereses y llave maestra de los mercados. Y, en vez de sesión de catecismo, se suman indignados en Wall Street al movimiento “que está cambiando el discurso sobre la injusticia económica”. La insubordinación de Harvard se ha extendido a las universidades de Berkeley y Duke y ya pisa los talones de otras adscritas a la confesión neoclásica.
La fuerza del movimiento estriba en su punto de mira. Aunque embrionaria, esta rebelión de miembros de la elite que se preparan para dirigir el mundo tal vez busque otro mundo: no éste de pobreza general y riqueza creciente en el vértice de la pirámide, doblemente bendecida por exenciones tributarias que J. Sachs califica de inmorales. Investigadores del Swiss Federal Institute of Technology concluyen que sólo 1.318 grandes corporaciones –casi todas del sector financiero- controlan el 60% del poder económico mundial. Depurada la lista, apenas 147 reciben el 40% de las ganancias globales. Maticen los apologistas de este modelo sus diagnósticos, que construyen, a la manera de los propagandistas, por la vía del absurdo: no es el Estado de bienestar el responsable del desastre. Es precisamente en el desmonte de su regulación financiera donde está el origen de la crisis. Y en la insensatez de gobiernos progresistas que se plegaron a las políticas de choque de sus contrarios: de quienes fetichizaron a Smith y enterraron al Keynes que dio la pauta para sortear la crisis de los años 30, hoy proscrito de Harvard.
También de Harvard fue Galbraith, crítico supremo de la sociedad opulenta que el socialismo democrático había instaurado. El bienestar beneficiaba entonces a todos. En proporciones distintas, pero a todos, por el camino de la planificación económica, de la concertación y la inversión social en cabeza del Estado. Ahora se levantan sus pupilos, pero contra el modelo que concentra la opulencia en el uno por ciento. En una minoría inmoral y despiadada que se tomó las universidades y cooptó en sus homólogas de América Latina a obsequiosos prosélitos doctorados en el arte de humillar la cerviz.