Un abismo separa aquí al discurso de la realidad. En ritual que se repite periódicamente desde hace décadas, hoy es Marta Lucía Ramírez quien reza la letanía de la industrialización, cuando el TLC ahoga el último aliento de nuestro potencial de desarrollo. Vocera de la Coalición para la Promoción de la Industria Colombiana,  recomienda  ella desarrollar una política industrial de nueva generación, base de un nuevo marco de planificación de la economía. Propone “cerrar la brecha de productividad” que nos separa de nuestros homólogos en los TLC; definir productos de exportación estratégicos a partir de los recursos naturales, de la biodiversidad y el potencial agroindustrial, pues hay que lograr “un sector productivo competitivo”. Pero la sana intención que la anima se estrella contra los hechos, fruto del andamiaje que desde 1991 montaron nuestros gobiernos para frustrar el desarrollo de una industria propia. Artífices directos de esta política fueron los ministros de Hacienda y de Comercio exterior –Juan Manuel Santos y la propia Ramírez, entre ellos- que le hurtaron al país una estructura exportadora. Culminó el ciclo Hernando José Gómez, “negociador” de un TLC que le cede todas las ventajas a la recia contraparte. Tratado que el actual ministro celebra con alborozo y, en su candidez, publicita la enseña de “comprar colombiano”. A posteriori. Cuando ya no ha lugar para prepararse y defenderse de una competencia arrolladora. Cuando ya la suerte está echada.

Sin apoyo a la industria, la apertura económica no podía resolverse a favor de las exportaciones –de nuestra producción nacional- sino de las importaciones –de mercaderías extranjeras-. La balanza comercial registra hoy un déficit que equivale al 5% de PIB, el más elevado de América Latina y uno de los mayores del mundo. En el nuevo modelo, los grandes conglomerados abandonaron la producción de bienes exportables, se dedicaron a importar, a los bienes raíces o a la banca. La experiencia de Cauchosol se extendió como pólvora: esta empresa de calzado cerró, pues prefirió importar botas del Brasil. Cientos de familias quedaron en la calle. Carlos Arturo Zuluaga, presidente de Asesco, declara sin rodeos que, por desgracia, con el TLC “la solución óptima pasa por convertirse en importador” (El Espectador, 13-6-11).

Con lógica impecable, invita la exministra a adaptarse a las condiciones del mercado mundial, donde prevalece el intercambio de manufacturas de alto valor agregado. Y a devolverle al Estado el liderazgo de la cosa económica. Aunque la nueva política industrial –dice- deberá evitar subsidios (a la empresa privada) que “generan un entorno proteccionista y poco competitivo”. Evoca los ejemplos de Corea y Brasil, sin reparar en dos factores que marcan una diferencia colosal con Colombia. Primero, esos países persistieron en su proceso de industrialización mientras el nuestro lo frenó y, más aún, se desindustrializó. En segundo lugar, sin protección del mercado nacional, sin subsidios y créditos de fomento industrial y agrícola, no hubieran despegado ni hubieran podido abrirse después al comercio mundial. En cambio Colombia clausuró el Instituto de Fomento Industrial (IFI), desmontó la intervención del Estado y abrió súbitamente su economía. Suprimió aranceles para las importaciones y  subsidios a las exportaciones. Hoy cosechamos los resultados. La propuesta de Ramírez, si de buena fe, resulta extemporánea. Y es espejismo.

Una política de fomento industrial tendría que empezar por disolver los  pactos que benefician al león y aplastan al ratón. Por renegociar el TLC o romperlo unilateralmente, pues amenaza convertirnos en protectorado de los EE.UU. Comenzaría por movilizar a la sociedad en torno a ese propósito. Desafío estratégico para Progresistas, la oposición de izquierda democrática en Colombia.

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