Pocos testimonios habrán conmocionado el alma de los colombianos como el de Íngrid Betancur sobre su secuestro de casi siete años por las Farc. Y pocas revelaciones habrán sacudido tanto al país como esta de que la cúpula de aquella exguerrilla se asume responsable de los asesinatos de Álvaro Gómez, el excomisionado de paz Jesús Antonio Bejarano y el General Landazábal. Si la mentira –había dicho Ingrid– es el escudo de los poderosos y de los violentos para escribir la historia oficial, la verdad es el camino de la paz. No bien concluyó su exposición ante la Comisión de la Verdad, cuando el secretariado del nuevo partido reconoció su crimen y le pidió perdón. Tres días después, se comprometió aquel con la JEP a ofrecer verdad, esclarecer los hechos y asumir de antemano su responsabilidad en el homicidio del dirigente conservador. Si así fuere, estarían las Farc provocando un huracán en el país que parecía precipitarse al abismo del autoritarismo y la violencia: un paso de gigante hacia la conquista de la verdad y de la paz.

Las víctimas merecen la verdad. Y también cantan la suya, hasta generar resultados inesperados. Para Íngrid, el secuestro es un asesinato, una muerte lenta sin fecha de vencimiento. No termina con la liberación, pues expropia la identidad, descuartiza la dignidad, anula al ser humano y cambia la genética del que fue para trocarlo en otro. El peso del secuestro en el secuestrado es invencible: lo arroja al vacío donde él se pierde, olvida quién es y después luchará toda la vida por  recomponer su ser. El daño es irreparable. El secuestro es el peor de  los crímenes porque los incluye a todos y para siempre.

Y un sufrimiento se erige por encima de todos los demás: la mentira. La mentira para maquillar los hechos y la mentira por omisión. La que oculta el nombre de los homicidas y condena a miles de familias a la desesperación en su estéril búsqueda de responsables.

En su emplazamiento a las Farc, señalaba Ingrid que la aproximación a la conciencia de lo hecho, de lo injustificable, pasaba por la negación. Mas todos los abusos legitimados en la ficción de la lucha por el pueblo se derrumbaban ante la incapacidad para reconocer siquiera la propia verdad. Y el miedo, ay, el miedo de las Farc a bajarse de un pedestal confeccionado de falsos heroísmos,  pues esa guerrilla llevaba décadas controlando su mundo, imponiendo su ley,  contando la historia como ella la quería contar. Ahora podía también mostrarse como el héroe generoso que concede la paz.

Enhorabuena, agregaría, si también ellos hacen el recorrido que a todos se nos impone: escoger quiénes quieren ser en el espacio de país que se ha creado con la paz. Si tienen el coraje para mirarse de frente, sin darse justificaciones, para mirar con asco lo hecho y no querer repetirlo. Arrepentirse. Acercarse con humildad, con dulzura de corazón a los colombianos. Sólo cuando ellos puedan llorar con nosotros se derrumbarán todos los muros que se les interponen. Y se abrirá un verdadero horizonte de paz.

Su admonición pareció precipitar una decisión largamente madurada que sorprendió al país: reconocerse autores de los homicidios señalados. Escribieron en su misiva a la JEP: “Honrando nuestro compromiso con la construcción de una sociedad más justa fundada sobre los cimientos de la verdad, hemos decidido esclarecer los hechos y las razones del homicidio de Álvaro Gómez Hurtado”. Colombia espera que honren su palabra.

Que honren la verdad todos los actores de la guerra: el ELN, la verdad de sus  secuestros; los paras,  la verdad de sus masacres; comandantes de brigada del Ejército, la verdad sobre los “falsos positivos”. Y los empresarios que financiaron a paramilitares para lucrarse de la guerra, ¿qué dirán?

 

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