Sin abrir un libro, miles de estudiantes “ganaron” este año gracias al adefesio de la promoción automática. Más demagogia que innovación, la disposición que rige desde 2003 enmochila la exigencia académica, que es condición ineludible del aprendizaje y de la formación del carácter. Por ahorrarle al Estado costos en Educación mientras gasta 100 mil millones de dólares en Defensa en ocho años, la institucionalización de la vagancia es, entre otras, causa ominosa del bajísimo nivel de nuestros educandos. Obedece también al recurso engañoso de mostrar que aumenta el número de bachilleres y desaparece el de repitentes, así no aprendan nada. El fetiche de la cobertura (a expensas de la calidad) para impresionar a la galería. Mas no faltaría el efecto de demostración contrario, único: el Liceo Campo David, colegio del sur de Bogotá que acaba de ganar el primer puesto en las pruebas del Icfes, y cuyo lema es sentido de compromiso con la sociedad y elevado nivel forjado en la exigencia a sus estudiantes.

Refiere la educadora Maria Antonieta Cano que en directiva del 16 de noviembre la Ministra de Educación prohibió a secretarios de educación y docentes que algún estudiante perdiera el año escolar. La preocupación del Gobierno por la repitencia escolar, señala, responde en realidad a un problema económico: por cada niño que repita el año, el Estado debe  reinvertir el valor del subsidio, 930 mil pesos. Se trataría de reducir la reprobación a su mínima expresión para ahorrar recursos, con independencia del resultado académico de los estudiantes y de la deplorable calidad educativa que resulta de la promoción automática. Explica que con el recorte del presupuesto de educación y de las transferencias de la Nación a los municipios para cubrir ese servicio, el ahorro por promoción automática compensaría la disminución de recursos al sector. Como si fuera poco y contrario al espíritu de la Constitución, el proyecto de estabilidad fiscal del Gobierno subordinaría el derecho a la educación a las posibilidades del presupuesto. Pero, eso sí, el fisco no tocará las ganancias astronómicas de los banqueros ni Hacienda volverá a barajar el presupuesto de modo que la Educación cobre dignidad. El médico Ramiro Arteta me escribe: “El desastre educativo en Colombia se debe a la aplicación de criterios financieros por encima de políticas de docencia para resolver los problemas de educación. Lo que guarda cierto paralelismo con el desastre de la salud que sobrevino con la Ley 100, en cuya virtud los criterios financieros tienen prioridad sobre los métodos de diagnóstico y tratamiento. Todo seguirá siendo un desastre de calidad, mientras sean los economistas quienes marquen las pautas a seguir en materia de educación y salud”.

Pero la Ministra Campo aduce también que la reprobación de los estudiantes puede obedecer, entre otros factores, a prácticas pedagógicas ineficientes. No le falta razón. Dígalo, si no, la excepción estelar del Liceo Campo David, donde se aprende, primero, jugando y después, enfrentando problemas que desafían toda la creatividad del alumno, y tareas permanentes. Mientras se privilegia el estudio de matemáticas, ciencias naturales e idiomas, en español se trabaja en comprensión, crítica y construcción de textos. Pero el rector, Henry Romero, aclara que hay también clases de ritmo y rumba; salidas al campo a sembrar árboles, y “a encontrarnos con nuestros orígenes”. Romero se duele de tantos planteles públicos que no son colegios sino “depósitos de niños”.

Insistencia en la promoción automática, tacañería presupuestal e indiferencia hacia un modelo pedagógíco mandado a recoger parecen destinar la Educación al último vagón de la llamada prosperidad democrática. Aquí, ni sombra de las audacias que en otros terrenos se abren paso.

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