Si el centro-izquierda se uniera como tercería electoral afirmada en un programa mínimo de cambio, no se definiría la justa presidencial en términos de guerra o paz, sino entre banderías de reforma para una Colombia nueva. Una Clara López, un Navarro, quien resultare candidato único de esta tercera fuerza, podría superar en primera vuelta al candidato de la extrema militarista y enfrentar a Santos en la segunda. Con o sin acuerdo en La Habana, se abocaría el electorado por vez primera a escoger entre propuestas para el posconflicto. No entre águilas y palomas. Ni ya tanto en pago de la amarga y el tamal. Para contento de la democracia, los partidos tendrían por fuerza que empezar a decantar ideas y programas. Pero si fracasa en la izquierda el acuerdo, no tendría el Presidente contendor. Porque ésta, tan dada a implosionar, se diluiría en una polvareda de candidatos sin fruto. Zuluaga, por su parte, no convoca el fervor del uribismo y, antes bien, carga con el deshonor de haber llegado a candidato por fraude.

 Verdades de a puño que, sin embargo, nuestra izquierda podría darse el lujo de ignorar. Mientras unos dirigentes forcejean por la unidad, otros se muestran retrecheros y, meñique al aire, sentencian: si no es en mis propios términos, adminículos todos de mi partido, no será; si no soy yo el candidato, ninguno lo será. Ajenos a la historia, la mirarán pasar, sin romperse ni mancharse, desde sus catedrales de naipes.

 Pero no se repetirá esta oportunidad. Así lo entienden –entre muchos- Navarro y Clara López, motores de la celosa brega por  una convergencia de demócratas que ensanche el horizonte de la política y responda a los desafíos de la paz. Para comenzar, listas al Congreso concertadas y designación de candidato único a la Presidencia por consulta entre los partidos de la coalición. Con todo, el proceso parece rezumar más hiel que miel. A la propuesta de Claudia López de conformar lista única respondió Mockus poniéndole nuevas cargas de dinamita a la accidentada empresa de unidad: montó tolda aparte para erosionar la votación independiente. Y Enrique Peñalosa,  candidato verde que marchó con Uribe por la alcaldía de Bogotá, dijo no rotundo a todo acuerdo con otros sectores políticos. De otro lado, tomándose la vocería del Polo y aludiendo a Progresistas, espetó Jorge E. Robledo que su partido “no hará acuerdos con santistas solapados”. Esto de unir las fuerzas alternativas “no está sucediendo -se quejó Navarro-. Cada día parecemos más dispersos, más separados. (El momento histórico) parece escurrírsenos como agua entre las manos”.

 No va sola la enfermedad infantil del narcisismo. También la pretensión de trocar de entrada en partido la tercería en ciernes conspira contra su real posibilidad cuando de fuerzas disímiles se trata. De momento, lo que la tierra da es un frente amplio que comparta principios y reglas de juego básicos para preservar  unidad de propósito general y autonomía organizativa de sus miembros. De su eficacia hablan Brasil, Chile, Uruguay. Lo otro sería repetir el disparate del Polo, que se creyó partido siendo apenas una alianza, e impuso disciplina para perros. Su destino fue la diáspora.

 Catapultadas por un nuevo estado sicológico del país que acusa destape, las tareas del posconflicto despuntan ya. No quiera la izquierda ignorarlas ahora. Pero sólo podrá acometerlas con eficacia si llega unida a elecciones y si trabaja por ellas como bancada parlamentaria de la Tercería. No se cumpla el  vaticinio de Angélica Lozano: que la justicia quede en manos de los congresistas investigados; la salud, en Roy Barreras; la paz, en el uribismo, y la izquierda ahí. Dividida.

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