En manos de extremistas como Álvaro Uribe, la democracia directa es un azote. Introducida por la Carta del 91 para ampliar la participación política, el uribismo puso no obstante la democracia directa al servicio del proyecto más reaccionario que floreciera en Colombia después de Laureano Gómez. Forma de participación complementaria de la representación política, lo mismo puede propiciar soluciones de fondo democrático que violentarlas. Por plebiscito se consagró en 1957 el derecho al voto femenino y se clausuró la dictadura; una consulta popular arrojó en 2018 casi 12 millones de votos contra la corrupción. Pero dos años antes, el CD boicoteó en plebiscito con mentiras catedralicias un acuerdo de paz logrado tras medio siglo de guerra y medio millón de muertos y desaparecidos. También ahora marcha el referendo de Uribe sobre embustes y cargas de odio contra la justicia transicional que es modelo para el mundo.

Pescó la derecha en los vacíos del modelo participativo que se ofreció como antídoto a la crisis que alcanzó su clímax en 1989. El enemigo sería ahora el clientelismo, máquina infernal de corrupción en los partidos y en el Estado, depositarios de la democracia representativa. En el reformismo moralizante de tantos que habían forjado entre clientelas su poder, respiraba el esnobismo de que la nuestra era una democracia sin ciudadanos. Dos figuras simbolizaron el antagonismo entre el oro y la escoria: el ciudadano y el cacique clientelista.

La democracia directa, refrendaria, fue corolario político del modelo de mercado que el Consenso de Washington imponía en el subcontinente, como contrapartida a las dictaduras del Cono Sur. Pero repitió la receta autoritaria, ahora en formato de neopopulismo, desde Fujimori en el Perú hasta Uribe en Colombia. Dictadores desembozados y tiranos en ciernes elegidos por el pueblo legitimaron su mano más o menos dura en la corrupción del sistema político. Pero, lejos de erradicarla, la ahondaron.

A Colombia se proyectó el diagnóstico de la crisis que pesaba sobre estos países: dictaduras y dictablandas hacían agua; se decretó agotado el modelo proteccionista; se imponía una transición que armonizara libertad política con libertad económica sin atenuantes. Se trataba de compatibilizar cambio económico y modernización política. Había que transitar de la democracia representativa a la democracia directa del individuo en ejercicio pleno de su libertad; del Estado social, promotor del desarrollo, al Estado adaptado a las necesidades del neoliberalismo, del clientelismo a la ciudadanía. La Carta del 91, diría Rafael Pardo, transformó las reglas del juego político y cambió el modelo de desarrollo.

Entre reformas vitales del 91 (la ampliación de derechos, la tutela), cobró ruidoso protagonismo la ideología que exaltaba la democracia “participativa”. A su vez, la laxitud de la norma que permitía la creación de partidos fracturó el monopolio del bipartidismo tradicional, sí, pero debilitó a las organizaciones políticas y al sistema de partidos. Atomizados los odiados partidos, mistificada la democracia directa, desactivada la sociedad civil, surgió el escenario  donde medrara el primer demagogo con ganas de jugar a la tiranía de las mayorías. Al Estado de opinión.

Décadas lleva Uribe practicando la democracia directa que sirve a su proyecto de vocación neofascista: con consejos comunales que descuartizan la institucionalidad, con manipulación oprobiosa del plebiscito por la paz, con su nuevo referendo contra la Justicia. A despecho de la Carta del 91, el uribismo interpretó modernización política como amancebamiento de clientelismo y neopopulismo. Esta versión de democracia directa es espejismo de cepa antidemocrática, a leguas de la genuina participación política.

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