No es malo el rico por ser rico, ni bueno el pobre por ser pobre. Pero sí es una canallada alimentar con fondos públicos la glotonería insaciable de los unos mientras a los otros se les reservan las migajas. Cosa distinta son los subsidios que incentivan la inversión en proyectos –grandes, menores y cooperativos- inscritos en planes de desarrollo, concertados, pero en cabeza de un Estado que persigue el bien común. Que aplica todos los controles a los beneficiarios y exige resultados en creación de empleo, equidad, crecimiento económico y desarrollo de tecnología.
Anverso del modelo desarrollista que no concibe productividad sino en la gran propiedad y en el lucro individual; contrario a esta vergonzosa orgía de genuflexiones y mercedes concedidas a gentes de pro fue, por ejemplo, el fomento a las exportaciones de los años 60. A este modelo respondió la industrialización que muchos países de América Latina alcanzaron y, ni se diga, los del Sudeste Asiático.
El Estatuto Cambiario de Carlos Lleras se orientaba a corregir el desequilibrio de la balanza comercial fomentando el crecimiento de las exportaciones y diversificándolas. Buscaba reducir el riesgo de depender sólo del café, generar divisas para el desarrollo y ampliar el mercado más allá de las fronteras patrias. Se creó Proexpo. Se favoreció a los exportadores con la elevación de la tasa de cambio, estímulos tributarios y el Plan Vallejo. Éste permitía la importación sin impuestos de aduana de insumos y materias primas para producir bienes exportables. Todo, bajo un régimen estricto de contratos con el Estado que así vigilaba el uso estipulado de los subsidios. No se subsidiaría sino a quienes crearan empleo y generaran tecnologías apropiables. Pero el proceso se ahogó cuando las sirenas de la globalización a la Reagan se le atravesaron al Grupo Andino y no pudo multiplicarse la masa de consumidores para las mercaderías de la región.
Un abismo media entre aquella filosofía y lo que vemos hoy. Ocho billones suman las gabelas y subsidios y regalos e impuestos perdonados en los dos últimos años a un puñado de empresarios selectos de la ciudad y del campo para que no generen un solo empleo ni bajen a Colombia del podio que ocupa como segundo país más desigual del continente después de Haití. Con ese dinero se hubiera podido entregar un salario mínimo durante cuatro meses a cada desempleado y, durante ocho meses, a cada uno del medio millón de jefes de hogar sin trabajo. No se hubiera arrojado esa plata por la alcantarilla pues, como se sabe, el subsidio al desempleo crea demanda, dinamiza el mercado, reactiva la industria y abre plazas de trabajo productivo.
Desafiante y corrompido, a este gobierno le sobra largueza para los poderosos e impudicia para brincarse la ley. El Artículo 355 de la Constitución prohibe dar auxilios o donaciones a particulares, como no se trate de entidades sin ánimo de lucro y de reconocida idoneidad para impulsar programas y actividades de interés público. Y siempre guardando el principio de igualdad, agregaría la Corte Constitucional. Letra muerta. ¿Qué criterio de igualdad habrá en la entrega de 3.948 millones a familiares del banquero Sarmiento por AIS, cuando a septiembre el sector financiero había alcanzado utilidades de 5.9 billones? ¿O en la negativa del gobierno a restituirles sus tierras a los tres millones de desplazados? ¿O en birlarle a la universidad pública fondos de supervivencia que representan una mirria en esta mar de privilegios cultivada por funcionarios que se comportan como una verdadera canalla de cuello duro?