Por vez primera en la historia de nuestros conflictos peligra el pacto de silencio que salvó de responsabilidad a los grandes promotores del horror. Y no por un alarde de honradez sacado del sombrero sino, en particular, porque las víctimas pueden ahora denunciar y reclamar ante instancias creadas para develar la verdad: la Justicia Especial de Paz (JEP) y la Comisión de la Verdad. Casos al canto, los políticos secuestrados por las Farc cuyo testimonio sacudió al país esta semana; y los dolientes de los miles de “falsos positivos” que se cobró el Ejército. Pese a la ristra de trampas y emboscadas que en su frenesí por salvar el pellejo le ha tendido el uribismo a la paz, el alud de ataques no consigue frenar la afluencia de informes, testimonios y comparecientes ante la JEP. Aunque el partido de Gobierno apadrine proyecto de ley que le niega a la Comisión de la Verdad acceso a información reservada del Estado —vital como insumo para su trabajo— desde todas las orillas fluye ésta y ayudará a documentar responsabilidades en el alto mundo político, militar, empresarial y de la dirigencia guerrillera.

El mío, empezó Betancur ante la JEP, no es el relato de una detención ilegal sino el relato de mi descenso al infierno. Y agregó: “yo acuso a las Farc de tortura sicológica contra mí y contra mi familia”. Todos los miembros del Secretariado son culpables de la crueldad, el sufrimiento y los vejámenes a los que nos sometieron sus hombres, declaró. Por su parte, informes de la Fiscalía y de oficiales del Ejército señalan a miles de uniformados como incursos en la dantesca escalada de “falsos positivos”, por los cuales comparece ante la JEP el mismísimo excomandante de esa arma, general Montoya. Para Human Rights Watch, esas ejecuciones, “cometidas en gran escala (entre 2002 y 2008) constituyen uno de los episodios más nefastos de atrocidades masivas ocurridos en el hemisferio occidental en las últimas décadas”.
Betancur afirma haber sufrido en carne propia la misoginia de las Farc, que cobró en ella su condición de mujer, de política y “enemiga de clase”. Tras una fuga, revela entre lágrimas, la tuvieron varios días encadenada a la intemperie. Para dormir, en las caletas, la obligaban a tender el plástico sobre nidos de congas, de garrapatas o sobre la letrina colectiva. Nos mantuvieron encadenados a un árbol durante años, dice. Enfermarse era una tortura: tenían los medicamentos pero no nos los daban. Me recuerdo “suplicando inútilmente de rodillas al enfermero que me facilitara las pastillas contra la malaria antes de cada ataque de convulsiones”. Le negaron a Luis Eladio Pérez una ampolla de insulina, estando a punto de un coma diabético. Ni alias Gafas lo socorrió cuando sufrió un infarto; antes bien, lo molió a patadas. Tras varios días de marcha en muletas, el general Mendieta no pudo ya levantarse y tuvo que arrastrarse en codos y manos. “Estoy convencida de que el Secretariado sabía de todo esto”.

Otros victimarios no son menos desalmados. Según el fiscal Jaime Camacho, se investiga si 2.429 casos de muerte en combate con el Ejército entre 2006 y 2008 eran falsos positivos, cuando comandaba el general Montoya, y estaba en su apogeo la valoración de resultados por número de cadáveres. 180 batallones en 41 brigadas resultaron involucrados en la práctica siniestra. El diario inglés The Guardian habló de 10.000 ejecuciones extrajudiciales entre 2002 y 2010, con base en investigación realizada por los excoroneles de la Policía Omar Rojas y Eduardo Benavídez.

Jesús Abad, soberbio retratista del conflicto, afirma: “aquí hay demasiados culpables que sólo ven el mal en el prójimo, y se lavan las manos en jabón Poncio Pilatos para evadir responsabilidades [Pero] no hay tinieblas que la luz no venza”.

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