Sacaron a danzar el coco del Pacto Andino y los efectos no se hicieron esperar. La invitación del Presidente Uribe a Hugo Chávez para reintegrarse al acuerdo sugería timonazo de 180 grados. Para sorpresa de todos, el colombiano parecía plegarse a una estrategia de industrialización a cambio del modelo desindustrializador del TLC, embolatado como andaba éste en el congreso norteamericano.Y Chávez aceptaba volver al redil tal vez pensando en recuperar iniciativa sobre la integración suramericana, cuando Lula obstaculizaba su ingreso al MERCOSUR. Ni lo uno, ni lo otro. Hubo susto en Washington y en Brasilia. Expertos gladiadores de pantalla, Uribe y Chávez hicieron fieros y blandieron fierros ensayando abrazos que amenazaban fundir en uno solo al duro de la derecha y el duro de la izquierda. Inadmisible. A poco, empezó a recomponerse la agenda bilateral de negocios entre  Venezuela y Brasil. Y a Bogotá arribó una comisión oficial de Estados Unidos para volver a hablar de TLC.

Por rivalidad con Chávez y porque en Brasil gobierna el Partido de los Trabajadores pero no es fuerza hegemónica, Lula había congelado la propuesta de Chávez de crear una suerte de OPEP latinoamericana y optado por biocombustibles como estrategia energética para la región.  Esta resultaba decisiva en la integración del subcontinente. Dígalo, si no, el megaproyecto de gasoducto que despega en Venezuela y pasa por Colombia, para extenderse después a las Américas del Centro y el Sur. Con todo, la alternativa andina resultaba más natural y expedita para los países de esta zona, así se encontrara  herida de muerte por quienes sostienen todavía, contra toda evidencia, que protección de lo propio y atraso son una y misma cosa.

Ideado por Carlos Lleras en 1966, el Grupo Andino se propuso crear una zona de libre comercio y una unión aduanera entre Colombia, Venezuela, Perú, Ecuador, Bolivia y Chile; definir un arancel externo común para defenderse de las importaciones de terceros; y conformar un mercado común armonizando políticas económicas y dando igual tratamiento al capital extranjero. Meta final sería la programación industrial: especializar la producción por países y abrirles un mercado ampliado para proyectos de gran magnitud. Se trataba de integrar un bloque comercial para catapultar el desarrollo desde una estrategia de industrialización. Y darle capacidad negociadora frente a otros bloques económicos y países altamente desarrollados. La integración andina añadía a la sustitución de importaciones la sustitución de exportaciones. Vale decir, protegía la industria nacional (como lo hicieron todos los países desarrollados y, más recientemente, el Sudeste Asiático), y saltaba de la exportación de productos primarios a la de manufacturas.

Antípoda de este modelo es el del TLC, que desemboca en una anacrónica división mundial del trabajo. Ella otorga a los países ricos el privilegio de producir bienes complejos que agregan mucho valor, y obliga a los nuestros a sacrificar la industrialización lograda para retornar a la producción de minerales y productos agrícolas. Lejos de consagrar el libre mercado, el TLC impone barreras unilaterales y legislaciones asimétricas. El tratado favorece al Goliat de la partida. No podría sino redundar en una apertura unilateral infinitamente más perniciosa que la de los años 90.

El Pacto Andino lo revolcaría todo. Mejor encajaría en el proyecto bolivariano de Chávez que en la sumisa obsesión de Uribe con el TLC. Querer resucitar a aquél como uno más en la mar de tratados y trataditos que el Presidente propone por doquier, es reducirlo a la insignificancia. Si cambio hubo, fue para recuperar las posiciones perdidas. A la Comunidad Andina se la trataba, otra vez, como a la del paseo.

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Dios libre al Polo del abrazo de las FARC. Y de las balas que lloverían sobre sus candidatos tras los señalamientos del gobierno que identifican a ese partido con el terrorismo.

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