Ilusiones. El abanico de ideas y programas que en la pasada campaña se insinuó como embrión de pluripartidismo fue flor de un día. Pronto se rindió al abrazo de una hegemonía ancestral: Frente Nacional se llamó primero, unanimismo uribista después, y hoy se rebautiza como gobierno de unidad nacional. En el campo de la oposición, se creyó que los Verdes suplirían la ausencia del liberalismo que, oveja descarriada durante ocho años, regresaba al redil. Otra flor sin retoño: ya está claro que los Verdes no querrán ser oposición, como lo han repetido sus dirigentes. Tampoco podrán serlo, pues no se ofrecerán como alternativa de gobierno. Identificados con el diseño de la economía y de la política social que rige y regirá con Santos, sus propuestas no parecen alterar las condiciones que generan tanta pobreza, tantas desigualdades en este país. La insubordinación clamorosa de millones de colombianos contra el todo-vale que Mockus encarnó amenaza también con diluirse  entre iniciativas del nuevo gobierno que se disputarán la bandera de la anticorrupción. Es decir que hasta sus tareas de control político podrán naufragar si Santos enfrenta las crudezas más groseras de la venalidad y el abuso de poder. Sin organización, sin una divisa estratégica que singularice su personalidad política, cifrando la acción política en una  oposición casuística, de ocasión,  y desplazado del centro hacia la nada por el propio Santos, el movimiento Verde corre el riesgo de desaparecer. Suerte de tantos fenómenos de opinión que, si enérgicos, resultan episódicos.

Quedaría en la oposición un puñado de parlamentarios liberales de inmensa valía, como Cecilia López y Juan Fernando Cristo. Y, por supuesto, el Polo. Pero este Polo, única oposición organizada en partido, es matrimonio desavenido que hace metástasis y podría reventarse en cualquier momento. A la difícil convivencia entre una izquierda conservadora y dogmática y otra más abierta a la democracia contemporánea que lidera Petro, se suman la corriente anapista y la “pragmática” que hoy prevalecen en el gobierno de Bogotá. Motivo de desavenencias internas han sido también la ineficiencia y la corrupción que se apoderaron de la Alcaldía de Samuel Moreno, y comprometen el futuro político del Polo. Ni qué decir tiene la desautorización  de las directivas de ese partido al excandidato Petro por reunirse con el presidente electo y comprometerlo en un gran debate nacional sobre manejo del agua, restitución de tierras y reivindicación de las víctimas del conflicto. Petro introduce problemas neurálgicos del país -y sustancia de su campaña- como temas de debate nacional en la agenda del nuevo gobierno. Pero sus contradictores del Polo perciben esta acción como claudicación que lleva a la componenda. Ni oposición “reflexiva” (“deliberante”?) a la manera de las disidencias tácticas de los partidos del Frente Nacional, ni reactiva a toda iniciativa del Gobierno, ni obstruccionista para maniatarlo a falta de contrapropuestas, la que Petro inicia parece armonizar con el estilo de oposición de las democracias maduras.

Pero es frágil estructura la de nuestra democracia: mientras la oposición anda en la cuerda floja, el poder se recompone  como una coalición aplastante de centro-derecha. Aunque intente morigerar la corrupción, erradicar los falsos positivos y respetar la autonomía de las Cortes, actuará como aplanadora. La mitad de los sufragantes verdes verán frustrada su esperanza y migrarán a toldas donde se haga política. El Polo se proyecta como eje de la oposición, con amplio protagonismo en la controversia pública (si no embozala a Petro), pero vive en trance de división. Sigue empedrado el camino hacia la democracia. Sin oposición, otros llegarían a ocupar su lugar: las guerrillas.

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