Para llegar hasta la idea de educación que hoy se ventila, afincada en la ciencia, en el arte, en el pensamiento crítico, en la formación del carácter, tuvo este país que doblegarse primero a la educación confesional de la Iglesia Católica (causa, entre otras, de las guerras civiles y la Violencia) y avanzar a tumbos hacia la educación laica del Estado liberal, hasta desembocar en el proyecto de la ministra Aurora Vergara: elevar la educación de servicio público a derecho fundamental que asiste a todos los colombianos, desde prekínder hasta universidad; y apuntar a un cambio drástico en el currículo y en la calidad de la enseñanza. Gaje del Estado social de derecho.
Cuando muchos temían encontrar en esta reforma la impronta gremialista, tan exigente en gabelas para los maestros como abúlica si de calidad de la educación se trata, el Gobierno da sorpresa colosal: dos proyectos de ley. Uno, principalmente para refinanciar a la universidad pública que desde hace 30 años recibe el mismo presupuesto, para una población universitaria que saltó de 150.000 estudiantes a 650.000. El déficit acumulado a la fecha es de $18 billones. Además, el Gobierno aspira a la gratuidad en la universidad pública y a crear medio millón de nuevos cupos en ella, sea para formación técnica, tecnológica o profesional.
Pero, como en salud, poco se logra ampliando la cobertura sin abordar los graves problemas de calidad en la educación. El otro proyecto, el de la Ley estatutaria, regula el derecho fundamental a la educación como eje del sistema, fuente de equidad y propulsor en la búsqueda de otro país. De un nuevo modelo productivo -diría la misión de sabios que en 2019 escribió el informe Colombia, hacia una sociedad del conocimiento– desde la revolución industrial en ciernes, la producción integrada, la convergencia de tecnologías y disciplinas. En el entendido de que el crecimiento económico sólo es sostenible si se acompaña de equidad e inclusión.
Para el debate que se avecina, pocas fuentes de inspiración tan a propósito como el documento de marras. Gloso dos ideas suyas. La reforma parte de sustituir el modelo basado en la enseñanza por otro anclado en el aprendizaje contextualizado que enseñe a pensar, que propicie la crítica, que enfrente retos desde la innovación y la creatividad, que posibilite soluciones. Reivindica una educación cimentada en el conocimiento científico, en los desarrollos de la tecnología, en la investigación guiada por la curiosidad, en la creación. El reto, escriben los sabios, será convertir la ciencia, la educación y la cultura en ejes del desarrollo del país, e integrarse a la sociedad global del conocimiento. Sin el concurso de las ciencias y las artes, escriben, ningún país ha logrado desarrollar tecnología ni innovación ni fortalecer su productividad.
Invitan a redimensionar el rol del maestro para convertirlo en ejemplo vivo de lo que significa ser aprendiz en el siglo XXI: “un referente de flexibilidad, de apertura, de renovación de aptitudes, saberes y prácticas…” sin sacrificar el rigor de la ciencia. Invitan a una educación que cree vínculos emocionales, pasión por el conocimiento, por la cultura, la ciencia y el arte… que cultive el asombro, el descubrimiento y la invención… E instan, como ahora la ministra Vergara, a propiciar un acuerdo sobre la educación entre Estado, empresarios y organizaciones de la sociedad para cifrar el desarrollo en el capital humano y en la investigación científica.
Tal vez ningún proyecto de reforma augure, como éste, consenso en sus trazos mayores. Tal vez nadie se atreva a transformar su discusión leal e informada en cantera de propaganda. Tal vez nadie quiera malograr esta oportunidad única de marchar hacia la educación soñada.