No goza la mujer en la vida de García Márquez del protagonismo que el escritor les concede a sus Úrsulas y Pilarterneras en Cien Años de Soledad. Bastión de potencia moral en Macondo, aquí desciende ella a partícula invisibilizada, silenciada, anónima del género que desfallece bajo el poder del varón. O naufraga -¿será el caso?- bajo el torbellino de la gloria ajena, en la pasiva complacencia del amante y, acaso, en la de su compañera también. Uno y otra parecen allanarse a los designios de “la naturaleza” que a él lo exalta y a ella la desdibuja casi hasta desaparecer. Señora “doña Gaba” o “La Gabita”/ ¿quién eres tú?/ –indaga la socióloga Nora Segura- ¿tienes acaso un nombre?/ no adivino cómo puedo llamarte/ sin la sombra/ del árbol que te oculta/… sombra muda de aquel hombre… Artistas y legos a una, así responde  nuestro país al dictado de una cultura entroncada en la Biblia que maldijo a la mujer –perdición de la humanidad- y la redujo a adminículo de Adán. Bajo esa égida subordina la sociedad a todas las Evas que sucedieron a la pecadora del Edén, convierte en inferioridad su diferencia biológica, y las violenta.

Dijo Natalia Sánchez, sicóloga de la Casa de la Mujer, que Colombia odia a sus mujeres: ha construido un símbolo de fémina que no se pertenece a sí misma sino a otro. A algún agresor que cree remediar sus inseguridades íntimas, también insufladas por el medio, ejerciendo como propietario de la vida física, sexual y afectiva de la mujer. En Colombia se asesina a cuatro de ellas cada día y cada media hora se agrede a una sexualmente.

Mas esta violencia no es sólo física. Lo es también moral y sicológica. Ya aludíamos en este espacio a la violencia moral y simbólica, sutil, difusa, antesala de la agresión física, que se ejerce minuto a minuto y destruye la estima de su víctima. Porque se construye sobre la ficción del “sexo débil” y sobre su recíproca, que cifra la virilidad en la disposición del varón a oprimir, humillar, golpear. Pero también a ocultar sus emociones, dizque por ser ellas cosa de mujeres. Violencia rudimentaria de una cultura edificada en la tiranía de un sexo sobre el otro y en la atrofia de la afectividad masculina. Violencia moral que se expresa a veces en menosprecio intelectual de la mujer, en silencio impuesto. Y entonces no se le oye a ella, no se le ve. Simplemente desaparece. O ésta coopta, por miedo, la mirada del agresor, y termina por aceptarse como estereotipo sexual o criada de su compañero. O como acompañante en la trastienda de una celebridad. ¿De un premio Nobel?

Pero otras salvan el abismo y descuellan en territorios que les fueron vedados. Y no por imitación del hombre, sino por despliegue natural –ese sí- de inteligencia, carácter y genio creador, atributos que florecen lo mismo en hombres y mujeres. Aunque muchos porfían en consagrar jerarquías de género y ocultan con celo todo mérito de la mujer. El columnista Ricardo Bada alude a lista de los diez genios de la humanidad en los últimos cinco siglos que una profesora de Stanford elaboró. Ni una mujer. Ana Cristina Restrepo protesta y evoca los nombres de Hipatia, Virginia Wolf, Hanna Arendt, Marie Curie.  Y advierte: “sigan los hombres creyendo que el mundo gira en torno a ese eje imaginario que tienen entre las piernas”.

Falta, a gritos, una revolución cultural, educativa capaz de acoplarse al cambio social, que lanzó en masa a las mujeres hacia oficinas, fábricas, universidades; y las entronizó, par y pasu con los hombres, en letras de molde, laboratorios de ciencia y salas de arte. Falta, a gritos, mente abierta a la posibilidad de llamar a Mercedes Barcha “la Gabita”, y a Gabriel García Márquez, “el Mercedito”.

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