“Facundapradera”, lector de este espacio, comenta: los ciudadanos que votamos por Mockus “consideramos válido un cambio en las formas de hacer política, como elemento necesario para enrumbar hacia la equidad, (eliminar) las maquinarias del clientelismo, la corrupción y la parapolítica (…), práctica interiorizada en nuestra cultura política que impone (una respuesta radical de la ciudadanía)”. La respuesta se dio. Aunque derrotados en las urnas, los millones de colombianos inconformes con esta negra noche que quisiera prolongarse más allá del 7 de agosto, podrán ahora expresarse como poder desde la oposición. No será fácil. Está por verse si los líderes de la Ola Verde deciden darse un programa y una organización que eleve la protesta de la coyuntura a movimiento estable o a partido. Si, venciendo tentaciones y halagos de los adversarios,  integran con el Polo, con liberales y miembros de Cambio Radical un bloque de oposición a la Unión Nacional y al cobijo que ésta le brinda al PIN. Caso contrario, como ha sucedido en el pasado, media Colombia verá diluirse toda esperanza de cambio en la indefinición política de sus momentáneos intérpretes: en el sí-pero-no que a un Fajardo le valió el descalabro electoral del 14 de marzo; en sus silencios cuando se le pregunta si participaría en el gobierno de Santos. En la ambigüedad de la fórmula  de “independencia y cooperación con deliberación” que Mockus anuncia frente al nuevo gobierno. O en la teoría de Peñalosa según la cual los Verdes perderían su vocación de poder si se lanzaran a la oposición. Como si la revuelta del país contra la corrupción y los crímenes de Estado no configurara ya un poder.

A poco, liberados los Verdes de un toque religioso ajeno a la democracia de nuestro tiempo; y sacudido el Polo del cartel de contratistas que rodea a la Alcaldía de Bogotá, la oposición no podrá limitarse a denunciar la corrupción. Habrá de enfrentar la postrer ofensiva jurídica del Presidente Uribe que, obrando sobre cuatro flancos, lo convertiría, no en “responsable de la lucha contra el crimen” -como él lo dijera- sino en su magno encubridor. Son ellos: supeditar la Fiscalía a la Presidencia, golpe mortal contra la separación de poderes; prerrogativa exclusiva del Presidente para extraditar (de modo que los jefes paramilitares terminen de llevarse consigo secretos comprometedores); intervenir en la investigación de  parapolíticos (casi todos aliados de su Gobierno); y “blindar” a las Fuerzas Armadas contra la justicia civil (recurso que afectaría el juicio de uniformados por falsos positivos). Que se sepa, Santos avalaría la reforma a la Fiscalía y a la justicia penal militar.

De otro lado, los diez puntos de su plataforma gustan a todos pero no interpretan a la oposición. Enhorabuena. De eso trata la democracia: de banderías encontradas, antípoda del gobernante-uno para el pueblo-uno que tantas veces fue germen del totalitarismo. Dos estrategias en particular le darían a la oposición más norte y cohesión programática. Primero, la industrialización, con mercado ampliado al vecindario. Remedio al desempleo, a la pobreza y la desigualdad por su enorme capacidad para dinamizar la economía y redistribuir el ingreso, sería también alternativa a los TLC que nos condenan al atraso sin remedio. Toda la avanzada de América Latina ha vuelto por estos fueros, mientras Colombia, provinciana, sigue mirándose el ombligo. Segundo, conjurar el narcotráfico, fuente de nuestras mayores desgracias, peleándose la legalización global de las drogas ilícitas.

“Vehemente” como la practica el Polo, o “justa” como la quieren los Verdes, ancha oposición se ofrece en Colombia por primera vez en décadas. Su buen éxito dependerá de que logre expresarse como fuerza organizada de la sociedad.

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