Conforme el neoliberalismo ensancha desigualdades hasta la obscenidad, florece en el mundo su corolario político: gobiernos de derecha, satrapías comprendidas como las de Erdogan, Bolsonaro y Trump (con su rendido ayudante de cámara, el presidente Duque). Pero a este edén de los tribillonarios sustentado en regímenes de dios, patria y bayoneta le ha salido su contrapartida: una socialdemocracia preparada para los desafíos del mundo postindustrial y afincada en lo suyo, el principio de solidaridad en lugar de la avara, humillante caridad. ADN del capitalismo social que se instauró en Europa tras la guerra y en EE.UU. con el New Deal. Mas vendría en los 80 el modelo de Estado eunuco y mercado sin control a cercenar cuatro décadas de prosperidad como el occidente industrializado no viera jamás.
Años lleva la contrapropuesta madurando como respuesta global a la dominación sin fronteras de la banca mundial, y lanzada ahora a tres manos por Bernie Sanders, dirigente del Partido Demócrata remozado hacia la izquierda; Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista inglés que recupera al sindicalismo y podría volver al poder, y Yanis Varoufakis, adalid de la rebelión griega contra las políticas de choque de la banca multilateral. A su lado, el movimiento Primavera Europea, pone también el dedo en la llaga de la desigualdad, para reclamar equidad y democracia. Tienden ellos lazos entre la tradición socialdemócrata con su Estado de bienestar y la herencia del New Deal con su programa de acción económica desde el poder público. Se comprobó entonces que la economía no se corrige sola, y, ahora, que tampoco cabe redistribución de la riqueza por goteo.

Y es que la desigualdad no es cosa baladí. Según Oxfam, sólo 26 personas acumulan más dinero en el mundo que los 3.800 millones de personas más pobres. Media humanidad. Y la riqueza de aquella minoría crece a ritmo endemoniado, mientras baja sin pausa el poder adquisitivo de los más. Porque se mezquinó la inversión pública en salud, educación y seguridad social, se eliminó el impuesto progresivo, cundió la corrupción en las altas esferas y el Estado dejó de controlar los mercados. Desigualdad hay por falta de bienes y servicios básicos y por concentración del ingreso y la riqueza.

Contra todo lo esperado, con Sanders renace en EE.UU. el viejo socialismo, pero tocado del intervencionismo de Roosevelt y del Estado de bienestar escandinavo: redistribución, sí, y regulación de la economía, pero con respeto de la libre empresa. Al igual que Corbyn y Varoufakis, propone devolverle su poder al sindicalismo, renacionalizar los servicios públicos y universalizar salud y educación gratuitas. Fustiga Sanders la paradoja de que los beneficios empresariales crezcan mientras se comprimen los salarios, desaparece la clase media y aumenta la brecha entre los ricos y el resto de la sociedad. Corbyn, por su parte, ataca los recortes a la inversión social y, con el griego, las draconianas políticas de austeridad que golpean a la sociedad.

Peligrosa debe de resultarle esta alianza al modelo de mercado, pues su propuesta es reformista, se ha llevado ya a la práctica y queda al alcance de la mano. Es viable. Apunta a cambios de fondo, pero dentro del sistema capitalista. No propone una revolución burguesa para dar al traste con el sistema feudal; ni una revolución proletaria contra el sistema capitalista. Reforma el régimen, no el sistema, con transformaciones de beneficio común que salvan, sin embargo, al capitalismo de su propia incontinencia: lo hizo el New Deal, lo hizo el Estado de bienestar. ¿En qué consistirá el “pacto por la equidad” que el presidente le propone a Colombia si no menciona siquiera la afrentosa concentración del ingreso y la riqueza, baluarte del neoliberalismo que aquí se mima y reverencia?

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