Tras la caída del fundamentalismo de Bush, la democracia liberal se anima a librar nuevas batallas. La última, en Irán, desnuda una teocracia agreste montada sobre la exaltación de la identidad islámica para tiranizar al pueblo. Rabia ciega de una secta que convirtió la religión en el látigo del Poder. Pero millones de iraníes marchan al grito de libertad desafiando a la Policía Moral del gobierno de Ahmadinejad, que ya cobra varias decenas de muertos. El fraude electoral del 12 de junio rompió el dique de un inconformismo que crecía desde cuando la “revolución” islámica de 1979 derrocó al Sha, un mandatario más proclive al Estado laico, moderno, que al gobierno de los sacerdotes. La revolución derivó en involución hacia el despotismo oriental que los hombres de la Ilustración francesa menearon como metáfora vergonzosa del absolutismo de Luis XIV. La brutalidad contra la prensa y la Universidad dice, una vez más, del celo con que defienden el pensamiento único todos los dictadores que en el mundo han sido.

El enfrentamiento político entre esta república islámica, ultrarreaccionaria, y la corriente reformista, liberalizante, entraña el lastre de dos concepciones distintas de identidad nacional. La historia del conflicto se remonta a los años 70, cuando la elevación de los precios del petróleo quintuplicó el producto interno del país y el Sha se lanzó a una modernización desbocada. Pero la inflación devoró esta bonanza y el gobierno perdió toda legitimidad: la tradicional, por su enfrentamiento con el sanedrín chiíta; la nacional y patriótica, por su marcada inclinación hacia occidente. De regreso del exilio, el Ayatola Jomeini capitalizó la insurrección  que también nacionalistas y marxistas habían apoyado, persiguió a la izquierda o la eliminó, suprimió las libertades, se ensañó en la mujer y montó un régimen de inspiración divina. Vino, vio y venció. El nacionalismo tornó a su cauce originario, para volverse patrimonio del comunitarismo autoritario que ha gobernado hasta hoy. Su signo, la intolerancia que apadrina una  secta enferma de misión sagrada.

Ha recordado Touraine  que antirrevoluciones como esta de Irán contra una modernización extranjerizante que amenaza la identidad propia se apertrechan en un Estado absoluto, en una cultura excluyente, hija del encierro comunitario. El movimiento identitario deriva en secta. Sacerdotes y mesías se vuelven cruzados de una comunidad idealizada,  intimidada por la pluralidad y la secularización. Destino de todo fundamentalismo, como el nazismo, que invocó a su turno la identidad nacional, la voluntad del pueblo y la raza, pilares de una nueva religión.

Mas no parece que la crisis de Irán traduzca en puridad una lucha entre oriente y occidente. También Europa y Norteamérica padecen las fiebres del Irán. Dígalo, si no, la beligerancia de la ultraderecha gringa, la de Bush, nostálgica de la teocracia que el puritanismo montó en ese país en el siglo XVII y que Obama, protestante-musulmán, debe capotear todos los días. O la versión racista del nuevo nacionalismo que en Italia se resuelve hoy en razias fascistas contra los inmigrantes de color cobrizo. ¿No es éste el mismo odio contra el “otro”, enemigo externo que invade, usurpa y amenaza lo propio? ¿No es el viejo expediente biológico de “superioridad natural” de los viejos amos sobre los colonizados? Pero, proporciones guardadas, occidente exhibe también una tradición democrática que invita a añorar el advenimiento de una primavera en Teherán. Y no como la de Praga, frustrada por el fundamentalismo estalinista.

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