España peló el cobre. Admitida en la Unión Europea acaso por graciosa concesión a un país que no parecía ya africano, hincó la rodilla para suscribir la criminalización de inmigrantes en ese continente. La medida formaliza la ley del embudo de la globalización: libre circulación de capitales y talanqueras a la circulación del trabajo.

A nosotros nos resulta doblemente ofensiva la decisión de España. No contenta con habérselo llevado todo, con imponernos su fe y su raza a tiros de arcabuz, España se ha lanzado a la reconquista d´estas tierras. A fuer de inversión, se hace ahora con la propiedad de patrimonio público nuestro, y retuerce incisos en los contratos que suscribe con el Estado para esquilmarle hasta el último peso. Mientras tanto, se dispone a perseguir colombianos indocumentados entre los 900 mil que viven en su país, cotizan en impuestos y seguridad social el doble de lo que reciben en subsidios y trabajan a menos precio en oficios que los españoles no desempeñan. Hay entre ellos unos 180 mil profesionales universitarios.

Aunque allá y acá leemos lo mismo a Silva que a García Lorca, mestizos como somos ambos pueblos, presume España de temer al “otro”, la invasión de la “raza amarilla” que amenaza su identidad y su seguridad. Miedo atávico al “diferente” que termina por legitimar el racismo, la xenofobia, la discriminación y la violencia contra el inmigrante extracomunitario. Léase inmigrante del Tercer Mundo, pues al canadiense, verbigracia, ellos le rinden pleitesía.

España no es ajena a las nuevas dinámicas del capital extranjero, que el gobierno colombiano tolera en la divisa de crear “confianza inversionista”. No  monta aquí empresas nuevas, compra las ya existentes. Como incursiona en sectores intensivos en capital, no crea empleo. Ni riqueza. Se limita a comprar a huevo nuestras empresas estatales, a explotar el nuevo mercado y a repatriar sus utilidades; no reinvierte.  A eso se le llamó siempre saqueo. La inversión española en nuestro país ocupa el segundo lugar después de la estadounidense y se concentra en los sectores energético y financiero.

Pero no desprecia las obras públicas. Como la del metro de Medellín, el mayor descalabro financiero que registre nuestra historia en esa suerte de proyectos. El tal metro es el segundo más costoso del mundo por pasajero. En 1983 se le adjudicó la obra  a un consorcio hispano-alemán  por 656 millones de dólares. En 1995 ya valía 1.903 millones, casi tres veces su valor original, para terminar en 2.400 millones. Cifra escandalosa que resulta de un truco legal aplicado con siniestra habilidad por abogados de la talla de un Fernando Londoño Hoyos.

Consiste el ardid en torcer el sentido original del contrato suscrito ranchándose en una coma, en un inciso, para demandar al Estado por incumplimiento o por daños y perjuicios. Embaucadores de profesión, exigen  el oro y el moro para transarse  por menos, en civilizado proceso de conciliación, a instancias de algún tribunal de arbitramiento internacional. Fuera del alcance de la justicia colombiana, ya se sabe con cuánta frecuencia los miembros de esos tribunales “arreglan” en la sombra con la firma extranjera. Historia sin fin la del metro de Medellín, pues hoy dizque quieren volver a conciliar, a pedido del Presidente de Colombia y del Canciller de España.

Inconmovible el gobierno colombiano ante la suerte de sus compatriotas en el exterior, no le aplicaría a España  una directiva de retorno a sus inversiones aquí. Vuelve a alinearse, solitario, con el más fuerte, ciego a la protesta que se alzó en toda  América Latina. Nuestro gobierno imita la sicología autoritaria de una madre-patria que derivó en madrastra: es despiadado con los débiles y genuflexo con los poderosos.

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