Un duro. En sólo un año logró Darío Acevedo deformar el cometido del Centro de Memoria Histórica, minar su bien ganado prestigio internacional y reducir el ente a paria entre 275 homólogos de 65 países. Por negar su razón de ser, el conflicto armado, y por discriminar víctimas, fue expulsado de la Coalición Internacional de Sitios de Conciencia. Una vergüenza. El hecho coincide con otros no menos bochornosos que tributan a la evidente intención de imponer, como en las dictaduras, una memoria oficial.

De ello habla, entre otros, el nombramiento de Fabio Bernal como director del Museo de la Memoria. Su larga trayectoria en exaltación de la memoria de las Fuerzas Armadas compromete la imparcialidad que el decoro aconseja cuando se juega el reconocimiento de 8.944.137 víctimas registradas, entre cuyos verdugos cuentan miembros de la Fuerza Pública. En la antesala, una ley del presidente Duque que destina área especial en el Museo de la Memoria a honrar el heroísmo de los veteranos de guerra. Y el plan del exjefe del Ejército, general Nicasio Martínez, de “crear una narrativa institucional del conflicto armado que exalta las victimizaciones (sic) de la Fuerza Pública y su heroísmo”. Sería convertir en víctimas a militares que fueron victimarios. Igual que si se honrara el recuerdo de guerrilleros, o de paramilitares o de los civiles que los secundaron, a cuál más cruel en los horrores de esta guerra.

Se duele Gonzalo Sánchez, inapreciable director del CNMH que precedió a Acevedo, de la amenaza a la verdad y a la memoria que vino con el nuevo Gobierno (Memorias, subjetividades y política). Otros desarrollos de la Ley de Víctimas, escribe, de la paz y de la institucionalidad derivada de los Acuerdos niegan ahora sus bases políticas y sociales. Niegan la existencia misma del conflicto armado. La casa de la Memoria les resulta casa en el aire. (Alfredo Ramos, concejal del CD, insta a eliminar el concepto “ideologizante” de conflicto armado en el Museo de la Memoria de Medellín).

No sería la paz el eje de este proyecto político sino socavar los Acuerdos: desmontarlos, renegociarlos, contener sus instituciones y medidas nucleares en materia agraria, en participación política, en responsabilidades ante la justicia. Vamos desandando el camino, dirá Sánchez: transitamos de la memoria de y para las víctimas a la memoria de y para los victimarios. El sano debate sobre el sentido del pasado y la escritura del futuro se transforma en guerra de narrativas.

La Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, origen del CNMH, empezó por reconocer que uno de los saldos netos del conflicto en los últimos decenios había sido el despojo de tierras y la liquidación del movimiento campesino. Su lineamiento de base: hay conflicto armado por reconocer, hay víctimas por reparar, hay tierras por restituir. Las víctimas devienen aquí en actor principal no-armado contra la guerra y soporte de la paz.

Apunta Sánchez que la complejidad del conflicto riñe con relatos de causa única o reducidos al moralismo de buenos y malos. En vez de dogma, la memoria ha de ser espacio de debate plural que, en todo caso, le busque sentido al pasado, señale responsabilidades y reconozca a las víctimas. Pero nunca, memoria oficial. Porque ésta es memoria interesada del poder y para el poder. En la dificultad de alcanzar un relato compartido, señala, apuntamos a un relato debatido. Hasta hace sólo un año marchábamos hacia la democratización de la memoria. Una memoria para la superación, para la transformación de las percepciones recíprocas de los contendientes y no para la reedición del conflicto. Empeño más difícil hoy, se diría, cuando se avanza con paso marcial hacia una memoria secuestrada.

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