Ni comunismo, ni capitalismo salvaje. Cerraron su ciclo las extremas, para dar paso a una nueva izquierda. Sin tropel proletario ni antiimperialismo de campanario ni escaramuzas armadas, esta izquierda se juega en las urnas.
En Colombia, es alternativa a una derecha rabiosa cuya hegemonía expira y evoca tiempos aciagos de la Regeneración y la Violencia. La persecución que se le tendió desde el DAS y desde cuanto micrófono se le ofreció al Presidente para asociarla con el terrorismo, no consiguió liquidarla. José Obdulio tendrá que reconocer que izquierda y derecha sí existen. En el mundo y en Colombia.
En libro que ignora lugares comunes y prejuicios (La nueva izquierda, el poder de la utopía), Bernardo García observa que esta izquierda redefine líneas del Estado de bienestar en el contexto de la globalización y ofrece dos puntales paralelos a la Tercera Vía de Blair y Clinton: China y Brasil. Países en desarrollo restablecen la planeación indicativa aunque, a menudo, su política social burla la distribución de ingresos y se conforma con mitigar el hambre. Tras el desplome aparatoso del modelo soviético en 1989 y del catecismo neoliberal, hoy, esta fuerza se reafirma como búsqueda de nuevos rumbos. Lula consagra la economía mixta, lidera el tránsito hacia un poder multipolar en el mundo y tiende una mano a los marginados con su programa de “Brasil sin hambre”. Pero un principio de equidad y justicia social, ajeno al liberalismo rancio, preside su política social. Lejos anda Lula de creer que la desigualdad es resultado inevitable del mercado, donde unos ganan y otros pierden. Y de los neoliberales, que reducen la justicia social a simple igualdad ante la ley y practican libertad absoluta de mercados. Como se probó, tanta libertad en beneficio de tan pocos trepó la informalidad, el desempleo y la miseria a niveles de escándalo y produjo, entre otros estallidos, el Caracazo. Entonces, para desactivar la bomba, sobrevino el Segundo Consenso de Washington.
Como contemplar criterios de justicia social arriesgaba concesiones en derechos y en distribución del ingreso, el Banco Mundial ideó paliativos, asistencialismo enfocado a los más miserables entre los miserables. Familias en Acción acá y allá. Al fin y al cabo la desigualdad era una fatalidad del destino. Tras décadas de socialdemocracia en Occidente, con elevación espectacular del nivel de vida general sin recurrir a la revolución, se daba marcha atrás a la rueda de la historia. Países como Suecia habían incorporado la política social al crecimiento económico, de modo que salud, educación y servicios públicos eran derechos universales y, a la vez, plataforma del desarrollo. No un negocio. Ni limosna. Así lo entendió Brasil, donde pierden terreno los programas de asistencia social conforme avanza un desarrollo industrial afirmado sobre el mercado interno y el internacional. Lula negocia con multinacionales desde la perspectiva de su plan de desarrollo; no le brinda confianza a cualquier “inversionista”.
En el libro de García, esta problemática es la nuez. Su gran virtud es que no pontifica: discute y abre interrogantes. Acaso no resulten complementarios los modelos de Clinton y Lula, como lo plantea el autor, pues entre ellos media el mismo abismo que separa al asistencialismo, del principio de igualdad. Debate oportuno como el que más, ahora, con el reverdecer del pensamiento libre. Petro aventaja a sus colegas de campaña, pues no discute cómo aliviar la indigencia sino cómo erradicarla. Ni cómo redistribuir el salario por lo bajo sino cómo crear trabajo productivo y bien remunerado. Su norte, justicia social y equidad. Mientras Petro aterriza ideas y programas de izquierda moderna, otros torean en la contraparte su propia radicalidad de conversos.